Los imperios coloniales de los europeos adquirieron su fisionomía definitiva (y su máxima expresión como realidades políticas) como fruto del trabajo de una sola generación de políticos europeos, que hizo lo suyo entre fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial.
Entre 1800 y 1880 los imperios coloniales de los europeos se anexaron un total de 17 millones de km2. En las cortas tres décadas que corren entre 1880 y 1910, los europeos se apropiaron de más tierras de las que habían reunido en un siglo: sumaron cerca de 20 millones de km2, lo que los hizo dueños de un 85% de la superficie terrestre de todo el planeta.
Es cierto que antes había imperios dinásticos. Pero éstos tenían otra composición y otro sentido.
Estas realidades políticas del pasado no eran comparables a las complejas organizaciones internacionales que se constituyeron cuando Europa se convirtió en el corazón del mundo, como generadora de un comercio internacional sin precedentes.
¿Para qué tomarse la molestia de llevar soldados y funcionarios a las zonas apartadas de Asia y Africa? John A. Hobson, experto en el tema del imperialismo, escribió un trabajo muy conocido en que se exponía el motivo que los políticos de la época consideraron fundamental. ¿Qué beneficios se esperaban?. El principal, con una lectura muy contemporánea si uno analiza la guerra que libra Estados Unidos en el medio oriente, es asegurarse el control de materias primas claves para el desarrollo (impedir, a la vez, que otra nación europea controle esas fuentes de riqueza). Se pensaba, a su vez, que el control del circuito de comercio colonial produciría riquezas enormes.
Estas premisas demostraron ser un poco erradas. Es cierto que algunos países europeos tuvieron golpes de suerte: p. ej., los que controlaron el petróleo en las indias orientales y en medio oriente, o quienes se ganaron el monopolio la explotacion de los diamantes en el sur de Africa. Pero estos beneficios económicos fueron francamente marginales, si se los compara con los enormes costos representados por la mantención de la pesada administración colonial, de esos grandes ejércitos que debieron despachar los europeos para mantener sujetos a los nacionalistas nativos. P. ej., Portugal, con sus 8 millones de habitantes tuvo que solventar un ejército profesional de 200.000 en sus colonias en Angola, Mozambique y Guinea, entre 1961 y 1964, lo que supuso gastar una cantidad desmesurada, que representaba la mitad de su presupuesto nacional. Todo esto, con resultados estériles: en 1974 Portugal tuvo que dar la independencia de todas maneras a estos rebeldes. Francia, por su parte, tuvo que financiar un ejército de 400.000 hombres en los años críticos de los conflictos en Argelia, compuesto mayormente de profesionales, ya no había muchos voluntarios para una guerra muy poco popular en Francia.
Una cifras de Louis Rogers para ilustrar el punto: las colonias alemanas en Africa (Camerún, Nueva Guinea, etc), que existieron entre 1884 y 1919, con una superficie varias veces superior a la que ocupaba el Imperio Alemán en Europa, aportaban una cifra inferior al del 1% del comercio. El aporte Congo al comercio total de Bélgica, la “colonia modelo”, el paradigma de lo colonial, alcanzaba sólo al 1%. Algo sorprendente si se considera que el territorio africano controlado por Bélgica era de 2.345.000 km2, lo que equivale a ochenta veces el territorio que tenía ese país en Europa.
Un mal negocio, porque los europeos debían mandar constantemente subsidios a estos elefantes blancos. La riqueza estaba fluyendo hacia las grandes economias de Estados Unidos, la URRS y China. Era el tiempo de los ‘grandes’. Ya no era el tiempo en que pudiera soñarse en ser ricos exprimiendo a las partes más pobres del planeta (p. ej., la joven Africa).
Todos los países europeos, salvo Suiza, eran dueños de alguna tajadita. Parecían contadas las zonas del mundo que conservaban su independencia. E incluso esas zonas lograban escaparse de manos de los ambiciosos europeos, veían muy claro que no había porvernir sino imitando el modelo exitoso por antonomasia: el modelo europeo. Clarito, muchas zonas que figuraban como ‘independientes’, como latinoamérica, Egipto o Mexico, en realidad eran sumamente ‘dependientes’ (de Inglaterra o Estados Unidos). La URRS que aparecía formalmente como independiente, además como enemiga de las colonias, era una autocracia comunista heredera del imperio terrestre más grande del mundo (el de los zares), que gobernaba más de cien naciones distintas, repartidas entre el Báltico y el Pacífico.
Pero había dos poderes coloniales que brillaban sin contrapeso. En 1945 los países europeos eran dueños de la totalidad de Africa y de casi toda Asia. Los principales países colonialistas eran Francia y Gran Bretaña, dueños de cerca un 80% de los territorios y poblaciones coloniales (los que, como vimos, representaban una parte muy significativa de la superficie del mundo).
La principal potencia colonialista, sin duda, era Gran Bretaña. El puro imperio británico poseía una cuarta parte de la tierra (casi 32 millones de km2, si sumamos los territorios coloniales y la Commonwealth) y una cuarta parte de la población de todo el mundo. Este imperio tenía su guinda: era la India.
La India, al término de la Segunda Guerra, tenía una población de 400 millones de habitantes, o sea los mismos habitantes que reunía todo el resto de dominios coloniales, que eran gobernados por una reducida elite de menos de 1000 funcionarios británicos, apoyados por autoridades indígenas muy parcialmente occidentalizadas y por un gran ejército indio, de cerca de 250.000 hombres. Sus dominios eran más amplios. Incluían: Australia, Nueva Zelandia, Canadá y Sud Africa, en la parte blanca de la gran Comunidad británica; Jamaica, Guayana, Honduras, Bahamas y Bermudas, entre otras, en América central; Hong Kong, Birmania y Singapur, en el sudeste asiático; en el cercano oriente, en el Mediterraneo, joyas como Gibraltar, Malta, Chipre, Jordania y Palestina; Gambia, Sierra Leona, Nigeria, Camerún, parte de Sudán, de Somalia, Uganda y Rhodesia. Además de las grandes colonias de India y Pakistán.
El imperio francés no iba muy atrás. Los franceses controlaban 11 millones de km2 y una población de 64 millones de habitantes, hacia 1939. La joya de los franceses era Argelia. Pero también destacaban los protectorados de Tunez y Marruecos, en el norte de Africa, Mauritania, Senegal, Costa de Marfil, Sudán, Guinea o Niger, más al sur en el mismo continente, junto con Siria, Libano, en el cercano oriente, Indochina y Tahiti en el sudeste asiático, junto con una serie posesiones en el caribe, como Martinica o Guayana.
El colonialismo francés era muy distinto del inglés. Los franceses, inspirados en los ideales de la revolución francesa, querían que sus colonias no fueran simples factorías, como las inglesas, sino verdaderos territorios galos. La voluntad de transformar a los nativos en parte de la civilización francesa y progresivamente en ciudadanos, topó siempre con evidentes problemas prácticos (hacia 1936, por ejemplo, los franceses sólo habían logrado que cerca de 8.000 argelinos renunciaran al islam, para hacerse plenos ciudadanos franceses), pero se había traducido en resultados que eran especialmente concretos en Argelia: nación que era tratada como una region de Francia, donde 1 millón de colonos europeos convivían con poco más de 6 millones de musulmanes. En Tunez, cercana a Argelia, vivían 200.000 europeos. En Marruecos, al ladito de Argelia, 300.000.
Este mundo colonial se vino al suelo luego de la Segunda Guerra Mundial.
En los quince años que corren entre 1945 y 1960, el año de la descolonización en el mundo, en que se celebra el fin de esta etapa histórica, las potencias europeas tuvieron que liquidar casi por completo sus imperios coloniales.
España fue el primer país europeo en perder su imperio, luego de que se lo arrebatara Estados Unidos en 1898. El destino de España fue seguido por otros países, al término de la Primera Guerra Mundial. Los derrotados (Italia y Alemania) se quedaron sin sus imperios.
Otros se fueron quedando en el tintero en la entreguerra.
Al concluir la Segunda Guerra, sin embargo, quedaban en pie cinco imperios: tres pequeños, pero muy firmes (Bélgica en el Congo, Holanda en Indonesia, Surinam, Curazao, parte de Nueva Guinea, y Portugal en Angola, Mozambique y Guinea), y los dos más grandes de todos, los dos que realmente importaban, por sus dimensiones, por su historia.
La suerte de estos imperios quedó debilitada con el conflicto. Los europeos beligerantes decidieron a su voluntad la suerte de los nativos, de acuerdo a como lo dictaban las necesidades de la guerra. Los ingleses, por ejemplos, impusieron a los indios una participación directa en la guerra, con soldados y recursos. Lo mismo los franceses, que dispusieron de los nativos sin tomar en cuenta lo que pensaban los musulmanes. Sus tierras se convirtieron, sin que nadie lo pidiera, en escenarios de las batallas de los europeos.
Los líderes nacionalistas locales advirtieron el grado en que esta guerra fratricida estaba debilitando a las potencias coloniales, las jerarquías europeas se debilitaron considerablementes. En todas partes fue igual. Después de esta experiencia obligada la autoridad colonial nunca volvió a tener el mismo peso.
El golpe definitivo vino poco después.
Bajo el liderazgo de Estados Unidos, con el apoyo también de la URRS (un poco cínico, en ambos casos, porque ambos imperios alegaban que ellos no eran colonialistas) comenzó a imponerse la conciencia de que el colonialismo era cosa del pasado. Ese nuevo espíritu se impuso en la carta de constitución de las Naciones Unidas, que asentó como norma fundamental para la convivencia en el nuevo mundo el principio de la “autodeterminación de los pueblos”, presente en el acta de constitución de este organismo supranacional (reflejado mágnificamente en el texto de la resolución 1514 de 1960 que lleva el título elocuente de “Declaración sobre la conseción de la independencia a los países y pueblos coloniales”). Estas buenas intenciones calaron profundamente en las conciencias de la ciudadanía de occidente y en las agenda políticas de los gobiernos reformistas o de izquierda que prevalecieron en el Europa. Calaron, también, en las consciencias de los ingleses. De eso se trataba, precisamente, las Naciones Unidadas querían que el proceso se diera gradualmente, para evitar guerras fratricidas entre europeos y nacionalistas nativos.
Primero Inglaterra intentó neutralizar a los nacionalistas ofreciendoles cuotas importantes de poder en la administración de las colonias (‘soltarlos para retenerlos’). El primer paso se dio en 1931,con el estatuto que dio vida a la Commonwealth. Se creó una comunidad de amigos. Se invitó a todas las naciones parientes o amigas a asociarse libremente, por interés y voluntad propia. Muchas lo hicieron de inmediato. Pero ¿se daría igual trato a las colonias? En principio, si. El problema era práctico más que filosófico. Había razones fundadas para creer que los nativos de asia o africa no estaban ni remotamente en condiciones para poder autogobernarse, y luego para integrarse, como iguales, a esta comunidad de amigos de Inglaterra. Se pensó, por lo mismo, en darles por lo menos autonomía. En 1935 los ingleses habian dado inicio a una política mucho más conciliatoria, al aprobar la Ley de Gobierno de India, que daba al país cierto grado de autonomía. En 1945 la disyuntiva de siempre fue resuelta (¿eran los jefes locales capaces de dar dirección a un estado moderno, colonial o no colonial?). Se optó por aprobar una ley que acordaba la plena transferencia del poder a los indios. Esta declaración fue el estímulo para que prendieran por todas partes sentimientos independentistas. En 1947 India logró su independencia, bajo el liderazgo de figuras de la altura de Nehru y Gandhi. Se desató, a partir de entonces, un proceso que ya no se detendrá más. Detrás de la India vendrán Pakistán, Birmania, entre otros.
Todo esto facilitado por un escenario político muy conveniente.
En Inglaterra coexistían dos posiciones muy demarcadas. Había un sector importante del partido Conservador, liderado por el propio Churchill, que se negaba terminantemente a resignar un solo centímetro de tierra (posición similar a la de los chilenos que se niegan a dar paso al mar a los bolivianos). Los laboristas, en cambio, eran partidarios de liberar las colonias. Fue una suerte para los ingleses que los laboristas estuvieran en el poder durante los años críticos. Se evitaron un Vietnam o una Argelia.
Gran Bretaña evaluó muy bien los pasos que daba. En lugar de gastar hombres y recursos infinitos, como lo hicieron portugueses y franceses en defender unas colonias que a la larga tenía que perder, las soltaron y ganaron los socios comerciales que necesitaban: todas las antiguas colonias asiáticas, menos Birmania, aceptaron integrarse al Commonwealth.
Los ingleses pensaban, además, que la pérdida de Asia podía ser compensada con una penetración más inteligente en Africa y el cercano oriente: donde estaba el petróleo. Cosa que siguen haciendo hasta ahora.
No resultó este cálculo, como era predecible, porque muy pronto se desató una segunda oleada descolonizadora tendrá como foco el continente africano. En las décadas del cincuenta y el sesenta obtuvieron su independencia casi todos los actuales países africanos.
Allí terminó todo.
Todo fue distinto, en el caso francés. Los procesos independentistas se precipitaron de manera violenta y rápida. Francia no estaba preparada para enfrentar lo que vendría. Con menos sabiduría práctica, los británicas su quisieron o no pudieron ofrecer a sus colonias ni ampliación de sus derechos, ni autonomía ni autogobierno. Como resultado de su inflexibilidad, debió enfrentar dos encarnizadas gueras. ¿Evitables? El problema era super complejo, acaso sin solución. Las colonias francesas, en el norte de Africa, eran las únicas comparables a Sudáfrica, por el grado de presencia europea. No se trataba de que hubiera unos pocos miles de burócratas y de soldados dirigiendo a millones de nativos, a través de los canales que les ofrecían las redes locales de poder. En las colonias de Marruecos, Argelia y Tunez, muy cercanas unas de otras, vivía un 1,5 millones de europeos, casi todos franceses, que habían sido tratados, por su peso, por la vocación republicana de los franceses, con legitimos ciudadanos de una misma patria. Ellos se sentían franceses. Pero franceses africanos. El asunto no se planteaba con gravedad en la caso de Tunez y Marruecos. Los europeos llevaban allí poco. Más que colonias, eran simples protectorados, que no importaba demasiado perder. Pero en Argelia la cosa era muy distinta. Estos ciudadanos no querían volver a Francia. Varios de ellos llevaban 3 o 4 generaciones allí, gozando de una posición y unos privilegios que nadie quería perder. Consideraban como su verdadera patria Argelia, más que Francia. ¿Qué pasaría con todos esos franceses si se restituìa los territorios a los musulmanes? ¿qué sucedería con sus bienes y con sus posiciones? Estos franceses africanos se organizaron, se aliaron con sus autoridades locales y obligaron a la dirigencia europea, mucho más liberal, acaso incluso contraria al colonialismo, a participar en dos guerras horribles.
En mayo de 1945 se produjo una revuelta en Argelia. El asunto no pasó a mayores, pero fue el preludio de lo que iba a venir casi de inmediato, en otra parte del mundo. En 1946 comenzó la guerra de liberación de Indochina contra los franceses, que concluirá en 1954 con la formación de los estados de Laos, Camboya y Vietnam. Fue una verdadera pesadilla. Al término de la Segunda Guerra Mundial, Indochina, que había sido dejada un poco a su suerte, era gobernada por Ho Chi Mihn, un lider comunista que actuaba con independencia respecto de la URRS. Los franceses trataron de llegar a un arreglo con él, similar los ofrecidos por los ingleses a los indios. Pero no fue posible negociar la autonomía. Un comandante francés, que no quería arreglos como este que amenazaran a los franceses avecindados en la zona, provocó un incidente que terminó en una guerra. Esta guerra se prolongó se prolongó por siete años, luego de 1946. Ahí comenzaron las paradojas. Todos los indochinos que estaban disponibles para participar en el conflicto eran independentistas. Los franceses se vieron obligados, en ese escenario, a apoyarse en grupos nacionalistas, independistas, de derecha, que eran contrarios a muchos de los valores culturales de un europeo, pero que no eran comunistas, para combatir a grupos nacionalistas comunistas. El asunto se enredó definitivamente a partir de 1949, cuando triunfa la revolución China, y esa potencia comienza a intervenir directamente en la región. Los pobres franceses se vieron envueltos en toda una desgracia. Su asunto de dignidad nacional se había vuelto parte de otro conflicto, mucho más amplio y mucho más peligroso, el de la Guerra Fría. Cambiaron subitamente las cosas. Estados Unidos, que había repudiado al colonialismo primitivo de los franceses, ahora los empezó a apoyar, con el propósito de detener el avance del comunismo chino en la región. Los franceses siguieron con su lucha esteril, la que concluyó con una sonada derrota, en el año de 1954, cuando Indochina se convirtió en tres estados independientes, Laos, Camboya y Vietnam. Más adelante los norteamericanos van a cometer un error similar al francés, implicándose en un dilatada guerra en Viet Nam.
La cuestión en Argelia fue igualmente dramática. Cuatro meses después de la derrota sufrida en Indochina los rebeldes musulmanes iniciaron una revuelta que fue duramente reprimida. Comenzaba una guerra que se prolongará hasta 1962. El erario francés tuvo que mantener un ejército de 400.000 hombres, ante el estupor y la indignación de sectores importantes de la opinión pública francesa. Esta guerra que empobrecía Francia provocó, a cuatro años de su inicio, una crisis política de consideración en la propia Metrópoli. Se produjo la caída de la Cuarta República, y el general De Gaulle dio comienzo a un régimen autoritario que iba muy a contrapelo de lo que sucedía con una Europa cada vez más liberal y progresista.