Sin embargo, en esa misma década, nos permitió reconocer la presencia de un tipo muy distinto de contestación: la de los jóvenes.
En los tres últimos años de esta década una oleada de rebelión estudiantil recorrió los campus universitarios en el norte y sur del mundo. La gracia de estas movilizaciones es que comprometieron un número sin precedentes de personas, de todo el mundo (fueron más masivas e internacionalistas de lo que lo habían sido todos lo brotes contestatarios anteriores, casi siempre muy focalizados). Sobre todo, en los casos en que la revuelta estudiantil se vio amplificada por huelgas de trabajadores: como sucedió en Francia o Italia, países que quedaron virtualmente paralizados.
Unos datos sobre la magnitud del asunto.
En las últimas cuatro décadas del siglo XX las exigencias que impone el desarrollo obligaron a los países a ensanchar sus pesados aparatos educaciones, con el objeto de multiplicar varias veces la cantidad de técnicos y profesionales disponibles. Este cambio se reflejó en forma contundente en el ámbito de la educación primaria y secundaria. Pero dónde la cosa tuvo una fuerza de impacto mayor, por su completa novedad, fue en relación a la educación superior.
Antes de la Segunda Guerra Mundial la enseñanza superior era privilegio de elites. El “académico”, el “profesor”, eran figuras excepcionales, reconocibles dentro de cada ciudad como autoridades. Cada uno con un status importante, y un nombre propio muy reconocido. Alemania, Francia y Gran Bretaña, por ejemplo, sumaban 150.000 estudiantes universitarios, que representaban apenas un 1% de la población total. Entre 1960 y 1980 la población universitaria multiplicó por 5 y 9 veces en los principales países europeos. El asunto abarcó todo el planeta. Salvo el caso chino (Mao suprimió la enseñanza superior durante la llamada “revolución cultural”, entre 1966 y 1976), en todos los países se vivió una verdadera revolución en este ámbito. El 1% fue largamente superado en muy pocos años: en varios países los universitarios habían elevado su participación a más de un 3% de la población.
Los universitarios dejaron de ser una excentricidad, conformada por algunos cientos de miles. Se convirtieron en un gran ejército post-adolescente, de varios millones.
Todos querían que sus hijos entraran a este mundo. Porque la educación superior se había convertido en la gran ventana para el ascenso social.... los de arriba, los del medio, incluso los de abajo, que pudieron aprovechar la bonanza que se vivía en todas partes para permitir a algunos de los suyos dejar el trabajo y convertise en estudiantes de tiempo completo (o parcial).
Las becas, los sistemas públicos de financiamiento ayudaron mucho. Pero lo principal era el esfuerzo de las familias, en un contexto económico general que permitía que ese esfuerzo pudiera darse...
Para educar a esta masa incontenible se necesitaba muchas más universidades y muchísimos más docentes. Se abrieron decenas de miles de plazas nuevas, en cada país, ampliando la masa crítica de docentes con buenas jornadas hasta cifras increibles (a principios de los 80's había ya algunos países en que el staff de profesores universitarios superaba cómodamente los cien mil). Ya no eran una elite ultrasofisticada, sino más bien un segundo ejército de intelectuales, medianamente preparado, dedicado a la investigación y formar nuevos universitarios.
Esta pandemia de pregrado genero una idem a nivel de postgrados. Se multiplicaron los doctores especializados en materias cada vez más sofisticadas, algunas completamente bizantinas....
Muchos de estos jóvenes (aunque no todos, por cierto), fueron auténticos radicales. Querían cambiar el mundo y estaban dispuestos a organizarse para lograrlo. Pero sus revoluciones soñadas eran distintas a las que habían motivado las ilusiones políticas de sus padres y sus abuelos: los estudiantes no mostraron interés en derrocar gobiernos y tomar el poder para instalar socialismos reales, como los que hemos estudiado en este curso. Les interesó, más bien, promover una gran revolución cultural, cuyo blanco eran los valores tradicionales de sus padres y abuelos, mucho más que el capitalismo y la democracia.
¿Algún credo reconocible? Durante la reforma universitaria, iniciada en mayo del 68, los jóvenes propusieron divergentes, sueltos, libres, que quedaron plasmados en las paredes de la ciudad: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, “El aburrimiento es contrarrevolucionario”, “Soy un marxista de la tendencia de Groucho”, “Bajo los adoquines, la playa” (ver más graffitis en otro post de este blog).
Se trataba de cambiarlo todo, para partir de un nuevo principio. Intención típicamente juvenil, con nulo sentido práctico.
Las actuaciones de los jóvenes radicales a veces arrojaron resultado políticos. La protesta estudiantil antibélica de 1968 logró, por ejemplo, que L.B. Johnson retirara su candidatura presidencial en Estados Unidos. Pero eso no era lo central. Las banderas de esta nueva forma de contestación eran la libertad para tener sexo, para vivir de manera distinta la vida familiar, para tener otro tipo de relaciones interpersonales, para poder conectarse de manera más fraterna con la naturaleza, los animales, para explorar nuevas formas de goce y creatividad estética. Las armas de esta lucha intergeneracional fueron distintas a las usadas por los guerrilleros: música, ropa, gesto, todo lo que permitiera lograr un reconocimiento existencia del joven como realidad social.
Surgen nuevos héroes. Héroes como el poeta maldito, estilo Rimbaud o como ese músico de rock, que se vuelve una divinidad popular muy jóven, y luego se suicida con drogas, antes de llegar a la adultez (Jimmy Hendrix, Janis Joplin). Sino estos espejos, otros similares: jóvenes de ambos sexos que se vuelven célebres por su habilidad para manejar pelotas de distintos tamaños o por correr más rápido, o por moverse mejor....
Uno de los efectos más imprevisibles de este nuevo tipo de lucha (lucha intergeneracional, mucho más que lucha de clases) fue la revitalización del marxismo en el mundo occidental.
Muchos de los jóvenes que formaban parte de este ejército de pelo largo (de varios millones) fueron radicales, en un sentido amplio. Radicales para vivir, para soñar, para luchar. Una parte significativa de esos radicales redescubrió el legado de la revolución socialista. Esto señaló un cambio notable.
¿Quién leía a Marx, realmente, en todo el mundo, antes de este boom universitario? Uno que otro miembro de una célula sumergida de guerrilleros (Fidel Castro, por ejemplo, no lo hacía, tampoco mucho de los miembros de la izquierda más dura del tercer mundo), los ideólogos que dictaban cátedra en los socialismos reales. Pero nadie más.
El movimiento estudiantil logró transformar este consumo minoritario de teoría anti-capitalista, casi inexistente, en una verdadera moda en las distintas casas de estudio: los estudiantes rebeldes buscaron en las ideas de los viejos luchadores inspiración para su rechazo del mundo tradicional de sus padres y abuelos.
Era un marxismo bien distinto del conocido hasta entonces. Nacido en aulas cómodas, más que en las fábricas, tomó la forma de una ultrasofisticada teoría que logra mirar las realidades fragmentarias e inseguras de la postmodernidad con sensibilidad para capturar los matices y las diferencias.... en la misma medida que se transformaba en instrumento de análisis muy rico, iba perdiendo parte de su potencial político....