jueves, junio 21, 2007

Las superpotencias y la revolución tercermundista

El norte del mundo llevó la voz cantante en la lucha por la transformación de la sociedad, por siglos. Los europeos, los norteamericanos, los mismos rusos, empujaron al mundo hacia el cambio social y la revolución, por distintos caminos, con resultados divergentes. En algún rinconcito de la historia del siglo XX, el izquierdismo del norte se apagó por completo. Las voces del cambio radical se quedaron mudas. Mientras eso sucedía, en el ámbito que ha interesado al diálogo que ha desarrollado este curso, le ocurrió lo contrario. El centro de la revolución se fue desplazando hacia el sur...

Este desplazamiento no se dio gratis. Veamos eso.

El tercer mundo difería de manera clara respecto del primer y el segundo mundo, en un aspecto específico: el tercer mundo se transformó, entre 1945 y 1990, en la zona más caliente del mundo, la única realmente caliente. El primer mundo se estabilizó gracias a la guerra fría. Allí ya no hubo grandes crisis internas, ni externas. Todo fue paz, tranquilidad y sobretodo progreso. Algo similar sucedió en el segundo mundo. Cualquier foco de inestabilidad interna o externa fue apagado por bota pesada Stalin y sus sucedores (dueños de la política soviética hasta 1985). La paz, la estabilidad y un bienestar relativo llegaron impuestos desde arriba, a la fuerza. Pero llegaron, de manera irrebatible.

El tercer mundo se convirtió, en cambio, en lo que Hobsbawm ha llamado “la zona mundial de revolución”, realizada o posible. La verdad son contadas las naciones que no pasaron por una revolución o un golpe de estado (para inducir la revolución o para evitarla).

El potencial revolucionario del tercer mundo le sentó muy mal a las superpotencias, que demostraron estar mal preparadas para asumir el papel que el destino les puso entremanos.

Eso fue claro en el caso de Estados Unidos. Los gobiernos sucesivos que condujeron los destinos del país en el periodo miraron la efervecencia tercermundista con máxima preocupación, sin saber interpretar muy bien las realidades que les mostraba el mundo de allá afuera. Cualquier foco de instatabilidad, cualquier desorden, cualquier intento de cambio, fue considerado como sinónimo de comunismo: sino acción directa de los soviéticos, por lo menos la posibilidad de que los desórdenes pudieran ser aprovechados, en algún momento, por los comunistas.

El principal responsable de esta visión maniquea de la política internacional fue el sucesor de Roosevelt, Harry Truman. Truman reemplazó al mandatario fallecido, completó su periodo y luego fue elegido presidente en 1948. Ni el nuevo mandatario (ni el país) parecía estar preparados para administrar su trofeo: el enorme imperio que quedó en sus manos luego de la guerra. Gobernó con escasa popularidad, dedicado a apuntalar la economía de la postguerra. Lo notable es que este mandatario conservador hizo del anticomunismo uno de los elementos vertebradores de su política interna.

Al anticomunismo de estos años era reflejo de la crisis política del país, tanto como respuesta a la Guerra Fría. Se reflejó en una extraña cacería de brujas, que estalló en 1946, impulsada por el senador republicano de Wisconsin, J. R. McHarty, destinada a evitar la penetración del comunismo en suelo norteamericano. El motivo de esta cacería fue la evidencia de que algunos funcionarios canadienses del estado habían pasado secretos nucleares a los rusos. A partir de 1947 la administración Truman inició la búsqueda de posibles comunistas infiltrados en el mundo escolar, entre los trabajadores, funcionarios, escritores, actores de Hoolywood. Las peores predicciones de estos fervorosos enemigos del comunismo, que ustedes vieron reflejadas mucho después en las actitudes de los miembros de las juntas de gobierno latinoamericanas, parecieron verse confirmadas cuando se descubrió que Alger Hiss, un alto funcionario del gobierno, era espia ruso, el año de 1949, precisamente el año en que Mao Tse Tung lograba imponer la revolución en China e iniciaba la invasión del sur de Corea (dando inicio a la impopular guerra de Corea). En 1951 fue aprobada la ley de Seguridad Interior del Estado que facilitaba la persecusión de posibles comunistas. Este marco jurídico permitió que, en 1953, fuera ejecutado un matrimonio judío acusado de espionaje, sin que hubiera pruebas suficientes (caso de los Rosenberg)... Se desató una completa histeria. Miles de ciudadanos fueron denunciados, hubos masivos despidos por sospechas, centenares de imputados de simpatías marxistas fueron encarcelados.

Esta histeria anticomunista se atenuó, en el plano interno, cuando llegó a la Casa Blanca otro republicano, D. Eisenhower, general destacado en la guerra, que ocupaba el cargo de comandante en jefe de la OTAN, en el año de 1953, el mismo año de la muerte de Stalin. En realidad, más que atenuarse, el anticomunismo de la administración anterior fue redireccionado: la caza de brujas comenzó a proyectarse hacia fuera, transformando a esta potencia en un factor desestabilizador grave de distintas zonas del planeta, generando sentimientos de profunda antipatía en muchos de los países recién nacidos, producto del proceso de descolonización (que vieron en la política exterior norteamericana la concresión de una intención imperialista descarnada).

Estados Unidos hizo todo lo imaginable (y lo inimaginable) para combatir el peligro comunista. Uso la ayuda económica, usó la propaganda, apoyó a militares golpistas, extrañas dictaduras de derecha o de cualquier signo. Todo lo que hubiera para detener el comunismo. Cuando esos medios se mostraron insuficientes, optó por la acción directa, apoyándose en cualquiera de las facciones internas del país comprometidos. Si no era posible ganarse un aliado (o comprarlo), en algunos casos, optó por la acción directa.

Las guerras con aliados locales, las guerras sin aliados, las guerras civiles de cualquier tipo, auspiciadas por Estados Unidos (y también por la URRS y China, aunque con menos entusiasmo), transformaron esta zona de revoluciones en una zona de guerra, que contrastaba con la paz inalterada que se veía en el norte.

Entre 1945 y la fecha del colapso de los socialismos reales hubo más de cien guerras o conflictos militares de distintos tipos, que costaron la vida a 20 millones de seres humanos.

La política exterior de este gigante que no lograba asumir bien su papel se transformó en un problema por sí mismo, que resultaba grave para el mundo, pero también para los intereses de la propia potencia: este gigante errático estaba creando focos de inestabilidad que luego cobraban vida propia.

Eso quedó de manifiesto de manera muy visible en ciertas actuaciones que fueron determinantes para el curso de la historia en latinoamérica y en el medio oriente: el caso cubano, las acciones emprendidas en Irán a favor del Sha...

El contendor de Estados Unidos demostró, también, estar muy mal preparado para enfrentar su papel en el mundo como lider natural de la izquierda mundial.

La verdad es que la URRS hizo poco para aprovechar el potencial revolucionario del tercer mundo en beneficio de la ampliación de la zona comunista. Su postura frente a los movimientos de liberación y de cambio fue bastante decepcionante: los soviéticos no mostraron interés en ampliar la zona comunista luego de la incorporación de China al campo socialista.

Es cierto que los soviéticos miraban con simpatía las acciones revolucionarias llevadas adelante en el tercer mundo, casi siempre sin la participación de los partidos comunistas locales. Es cierto que en más de alguna ocasión esa simpatía se reflejó en el apoyo con armas, a veces con hombres (como sucedió, por ejemplo, durante la guerra civil en el Congo, donde se dio un apoyó franco al partido lumunbista). Pero la verdad es que la URRS no mostró tener gran fe en estas revoluciones tercermundistas, especialmente si se trataba de revoluciones africanas. ¡Es que en el tercer mundo las cosas tomaban un color y textura tan distintos!. Las luchas que se daban en esos parájes abandonados de la mano del señor eran luchas étnicas, en contra los intereses locales precapitalistas (relacionados, en más de algún caso, con los intereses imperialistas), mucho más que luchas directas contra el imperialismo capitalista. Allí la lucha de clases no significaba nada. Además la revolución no parecía augurar resultados políticos muy positivos para la lucha contra el capitalismo. En lugar de garantizar una transformación radical del mundo, estas acciones inorgánicas y un poco bárbaras solo parecían traer problemas, complicaciones para el escenario internacional, sólo parecía implicar gastos innecesarios de recursos que, al final, sólo podían perderse.

En esos países no habían partidos comunistas, ni partidos de vanguardia que los emularan. La lucha armada se enredaba con temáticas étnicas o territoriales, que nada tenían que ver con la revolución o el socialismo.
¿Cómo llegar al socialismo por esa vía? ¿cómo llegar a nada, en realidad?

Esta línea de acción no cambió ni durante el mandato de Krushev (1956-1964), cuando lograron afirmarse dos regímenes que se declaraban socialistas (Cuba en 1959 y Argelia en 1962), ni a mediados de la década de 1970, cuando se dio cierto apoyo a algunas revoluciones locales (especialmente en Africa).

Krushev (el menos indiferente de los gobernantes ante estos movimientos) había dado las razones para esta actitud: el capitalismo no se caería por la acción de estos aventureros tercermundistas, que animaban gobiernos muy inestables, sino debido al colapso del propio capitalismo (algo inevitable), contrastando con el éxito económico del socialismo.

Por este motivo, la linea oficial de los soviéticas era la moderación: no se avanzaría gracias a la revolución en el sur, sino gracias a la formación de amplios frentes populares, que aglutinaran tanto a las fuerzas marxistas como a todos los partidos o movimientos progresistas de los mismos burgueses.

La URRS, pues, dejó solos a los revolucionarios tercermundistas en su enfrentamiento contra Estados Unidos, el mundo del capitalismo. Todos esos fantasmas que espantaban los sueños de la izquierda antigua