Como aspiración, el socialismo tiene una geneología bien larga. Encontramos sus huellas implícitas en los proyectos filosóficos soñados por algunos filósofos la Grecia clásica, en las inspiraciones que movieron a los esclavos liderados por Espartaco a buscar un orden más justo, en el cristianismo comunitario primitivo, propio de esa época en que los cristianos levantaban su utopía en la clandestinidad, en ciertos movimientos campesinos medievales, en el proyecto integrador del Tahuantinsuyo, de los Incas, en utopías renacentistas como la de Tomás Moro. Precedentes remotos, que conectan con un vector valórico claro: la idea de que no es justo que muy pocos tengan tanto y tantas demasiado poco. No se trata solamente de una cuestión de igualdad económica. El socialismo alienta la vida enraizada en lo comunitario, porque en estos espacios societarios, propios del mundo anterior al capitalismo, se da una vida más hermanable, fraterna y humanitaria. En micro-sociedades con esas características no se observan esas diferencias odiosas que parecen propias del capitalismo y de la cultura individualista que este conlleva. ¿No será mejor proyectar un orden en que las personas vivan más integradamente, en comunidades hechas a escala humana, en que los recursos y las funciones se repartan de una manera más equitativa?.
Como ideología orgánica y como movimiento político, sin embargo, el socialismo es un fenómeno bastante reciente. Surgió en la década de 1830 Francia, como reacción frente a los efectos que estaban provocando las dos revoluciones individualistas que conoció Europa a fines del siglo XVIII.
Expliquemos esto.
Al hacer el balance de los cambios acaecidos en esta etapa en que Inglaterra vivió, ante los ojos de los europeos, los efectos de la democracia y el industrialismo, que se dan en forma coetánea, entre 1760 y 1840, aproximadamente, los resultados se vislumbran confusos, llenos de claro-obscuros.
El viejo orden fue destrozado en unas pocas décadas y, sobre sus cenizas, se comenzó a levantar uno enteramente nuevo, cuyo rostro nos resulta familiar, pues corresponde a la realidad que vivimos hoy, a los valores y pautas de organización social que nos rigen y en los que creemos.
Las principales transformaciones que trajo la nueva era se verificaron en los planos de la política y la economía. Son las más conocidas, las más visibles.
En el plano político los cambios fueron sencillamente espectaculares. En esta etapa comenzó a vivir una decadencia apurada la forma histórica, tradicional, de concebir las relaciones entre el poder y la sociedad civil. Sucedió lo increíble. La burguesía inglesa protagonizó una revolución de proyecciones impensadas, en el siglo XVII. Aquello que se presumía eterno, inamovible como una coordillera —la Monarquía—, se derrumbó de un día para otro. ¿Podía alguien suponer, a fines del siglo XVII o durante el siglo XVIII, que los reyes y principes dejarían de ser los grandes artífices de la política en el mundo? Esta perspectiva, que era impensada, se cumplió en forma inexorable: el proyecto burgués de los ingleses fue reproducido por los sectores progresistas de distintos países europeos, Europa que vivieron sus propias oleadas de “revoluciones burguesas”, que liquidaron las monarquías y dejaron instaladas, en la cúspide de los estados, una elite de hombres nuevos. Esta debacle afectó primero las monarquías de las naciones más avanzadas (en el momento en que los absolutismos habían logrado llevar esta forma de organización política a su expresión más elevada). Luego se propagó como la plaga, por distintos rincones del mundo, incluida, por ejemplo, latinoamérica.
Las democracias disolvieron las comunidades. En reemplazo de ellas crearon la ficción de una ciudadanía compuesta por individuos, a los que se endosó la soberanía. Esta revolución política, que deja el poder en manos de una nueva clase social (la burguesía) sembró la ilusión de que podía aspirarse, en la tierra, a un mundo un poco mejor que el que conocíamos. Estas esperanzas, sin embargo, pronto se vieron defraudadas, a medida que se comenzaron a sentir los efectos de una segunda revolución, iniciada en Inglaterra hacia la década de 1780.
Se trataba de la Revolución Industrial, que terremoteó los cimientos del mundo, arrastrándolo de manera inexorable al lado del capitalismo.
La mecanización de las tareas, la organización de largas cadenas, ampliaron varias veces el potencial económico de los ingleses. Durante el siglo XIX pasó algo similar con los belgas, holandeses, franceses o alemanes.
El auge de la industria fue tan avasallador que terminó arrastrando a todas las otras capas de las sociedades afectadas, en todos los ámbitos. Una verdadera revolución, que no es comparable con nada (salvo, quizás, con la revolución verde que tuvo lugar cuando los seres humanos lograron domesticar las plantas y fueron capaces de producir sus propios alimentos, cosa que ningún otro ser vivo parecía capaz de hacer).
El capitalismo estaba allí, dando vuelta las islas de los ingleses, y luego, cualquier rincón del planeta, permitiendo que experimentaramos a umbrales de desarrollo desconocidos. Nunca el mundo había conocido tantos progresos y tantas innovaciones científicas, tecnológicas, políticas, sociales, culturales y económicas. Pero, a la vez, nunca sectores sociales tan vastos habían sido condenados a vivir tantas miserias y descalabros.
Quiero hablar brevemente de estos daños colaterales, asociados a este proceso general de transformación....
El nuevo orden liberal despojó a los europeos de los medios tradicionales de subsistencia de que disponían en el mundo premoderno, conduciéndolos a la diáspora, forzándolos a abandonar sus terruños y a protagonizar el mayor proceso de traslado de grupos humanos que se conociera desde que el hombre abandonó la vida trashumante de los pueblos cazadores. Los pequeños agricultores, artesanos y empresarios populares de todos los tipos no pudieron competir con las empresas modernas, que usaban intensivamente el capital, que tenían acceso a buenos canales de distribución y a un crédito más barato. Quebraron en masa y debieron convertirse en obreros asalariados. Miles de miles de campesinos dejaron sus tierras agrícolas y se transformaron en obreros de las ciudades inglesas, como Manchester, la primera en ciudad netamente industrial. Estas ciudades inglesas, pequeños centros medievales, no estaban preparadas para enfrentar una urbanización rápida: no había servicios policiales, ni agua, ni servicios de alcantarillado, ni servicios de recolección de la basura.
En esos lugares escuetos, se instalaron fábricas que no tenían ningún resguardo medioambiental. Sus largas chimeneas lanzaban hollín sin restricción, ennegreciendo las paredes de las precarias viviendas instaladas en los barrios industriales con el espeso hollín del carbón. Esta capa que envenenaba los pulmones de los trabajadores era tan espesa que a veces lograba bloquear el paso de los rayos de sol.
Las viviendas de estos primeros trabajadores eran cuartos de una habitación, con paredes frágiles, donde tenía que apretujarse una familia que antes disfrutaba la amplitud de los campos. En realidad, eran viviendas para hombres solos, porque el salario obrero no alcanzaba para mantener más bocas. No era cosa de llegar e irse. Las poblaciones obreras eran custodiadas por una policía patronal, que era severa: podía torturar y matar sin restricción.
En esta etapa del industrialismo industrialismo inicial, sin legislación social, los turnos diarios alcanzaban normalmente las 14 horas o más, a veces semana corrida. Apenas había vacaciones. ¿Para ir a dónde? En estos campamentos no había más distracción que el alcohol y la prostitución.
El trabajo que se realizaba era alienante. Actividades mecánicas, rutinarias, que no exigían ninguna cualificación. Alienante también por el desarraigo. Los obreros de las barriadas industriales de Inglaterra venían de distintos lados. Eran una masa reunida muy rápido, que había tenido que romper lazos con las organizaciones sociales que antes los cobijaban y en las que sus vidas encontraban sentido —iglesia, comunidades, aldeas, etnias, gremios, etc.—. Habían tenido que romper con todo lo que podía ser significativo para un hombre o una mujer de principios del siglo XX. A cambio de eso, habían tenido que congregarse con cientos o miles de hombres hombres, mujeres y niños sueltos, que se hacinaban en las barriadas, sin nada sustantivo en común, sin ninguna organización, sin ningún tejido social más o menos amable que abrigara su abandono.
En la fábrica o la fundición, en el arrabal urbano o en el campamento minero, los recientes asalariados no contaban con ninguna protección. Habían desaparecido los mecanismos de asistencia y amparo que administraba la Iglesia en el antiguo orden; había desaparecido también la asistencia patronal paternalista al redefinirse el vínculo obrero/empresario en un sentido puramente contractual...
Esta vorágine de cambios no pudo ser absorbida y canalizada por el sistema político del burgués. La sociedad no logró adaptarse con la rapidez suficiente para asimilar las nuevas condiciones, corrigiendo los efectos y defectos que se evidenciaban en el camino. Las legislaciones no lograron ir al paso de los acelerados hechos sociales. No hubo, pues, en la primera etapa de la industrialización inicial, una legislación laboral que considerara y protegiera a los trabajadores de la volubilidad de sus empleadores, de su afán de lucro descarnado o de las cruentas condiciones de vida a que los condenaba un época de trastornos sin límites. Tampoco fue posible, hacer que estos nuevos pobres, devastados por los cambios, sintieran que estaban, pese a todo, caminando hacia un mundo mejor, un mundo que fuera suyo: las democracias europeas de estos años no lograron ampliar lo suficiente la cobertura del sufragio para que los trabajadores se sientieran parte del sistema.
Parecía como si a la burquesía liberal que presidía las naciones le importara muy poco lo que estaba suciediendo a las masas.
La percepción que se forman los sectores más conscientes de estas sociedades respecto a los defectos del modelo liberal va a generar posiciones críticas y una actitud favorable a su reemplazo. El nuevo orden burgués, pues, con su democracia, su nacionalismo y su laissez faire, no parecía deparar nada bueno a mucha gente.
¿Cómo se vía el mundo cuando se lo miraba desde la perspectiva de los que estaban viviendo la cara menos amable de la doble revolución liberal? Una verdadera pesadilla, un espanto sin nombre. Para cualquier que viviera en Europa, en las tres primeras décadas del siglo XIX. Pero también, quizás, como algo provisorio. ¿Quién podía pensar que las formas de vida que estaban llevando los precursores de todos los cambios –los ingleses–, anticipando lo que podía pasar en el resto de Europa, iban a ser algo duradero?. En la década de 1830 había muchos que auguraban un pronto colapso del capitalismo liberal. Habían pasado varias décadas en que las condiciones de vida de los trabajadores iban de mal en peor. Era poco sensato pensar que un modelo de transformación que generaba cosas tan horribles, pudiera resistir mucho tiempo.
Proliferaron, por lo mismo, las escatologías políticas de todos los colores. Todas ellas anticipando la superación de la democracia y el laissez faire, todas ellas ansiando el retorno a una vida más armónica, que rescatara lo comunitario, que rescatara los valores de siempre. ¿Quién podía pensar que el horror que todos veían realizado en la pesadilla inglesa iba muy pronto a terminar? ¿quién podía haber aventurado, entonces, que se iba a poner atajo a la caída en los salarios, que más pronto que tarde los beneficios del capitalismo y de la democracia comenzarían a alcanzar sectores mucho más amplios de la sociedad inglesa?. Hasta 1840 no había un solo antecedente que pareciera sugerirlo.
Entre los críticos del capitalismo encontramos un grupo pequeño, que interesa a la discusión que vamos a llevar: aquellos críticos que querían construir un mundo un poco mejor para este nuevo tipo de trabajador (muy distinto a los pobres de siempre, que vivían con limitaciones, pero sin ‘alienación’, sin total desarraigo).
¿Cómo llamarlo, para partir? No podía tratarselos a ellos como se trataba a los campesinos o a los artesanos, los trabajadores del viejo mundo agrario. Tampoco aplicaba la categoría de 'pobres'. ¿Pobres? Sin duda, pero de un nuevo tipo. Pobres atrapados en un horizonte de alienación como el descrito, en una prisión más infernal que las que había sido capaz de imaginar Dante.
Para referirse a ellos, comenzó a usarse la categoría de “proletarios”. Porque en estos hacinamientos deambulaban muchos niños harapientos, mucha prole.
Estos pobres del nuevo tipo necesitaban que los intelectuales construyeran teorías que los describieran y que ayudaran a liberarlos.
Se comenzó a llamar a este esfuerzo “socialismo”.
No hubo socialismo de un tipo, sino de muchos. Uno de ellos, sin embargo, logró salir de los sueños de los obreros, de las páginas de los libros, y se transformó en un proyecto histórico duradero, de amplias proyecciones en el periodo que nos interesa: 1945-1990. me refiero al proyecto de “socialismo científico” de Carlos Marx. Tema para una larga discusión.
Como ideología orgánica y como movimiento político, sin embargo, el socialismo es un fenómeno bastante reciente. Surgió en la década de 1830 Francia, como reacción frente a los efectos que estaban provocando las dos revoluciones individualistas que conoció Europa a fines del siglo XVIII.
Expliquemos esto.
Al hacer el balance de los cambios acaecidos en esta etapa en que Inglaterra vivió, ante los ojos de los europeos, los efectos de la democracia y el industrialismo, que se dan en forma coetánea, entre 1760 y 1840, aproximadamente, los resultados se vislumbran confusos, llenos de claro-obscuros.
El viejo orden fue destrozado en unas pocas décadas y, sobre sus cenizas, se comenzó a levantar uno enteramente nuevo, cuyo rostro nos resulta familiar, pues corresponde a la realidad que vivimos hoy, a los valores y pautas de organización social que nos rigen y en los que creemos.
Las principales transformaciones que trajo la nueva era se verificaron en los planos de la política y la economía. Son las más conocidas, las más visibles.
En el plano político los cambios fueron sencillamente espectaculares. En esta etapa comenzó a vivir una decadencia apurada la forma histórica, tradicional, de concebir las relaciones entre el poder y la sociedad civil. Sucedió lo increíble. La burguesía inglesa protagonizó una revolución de proyecciones impensadas, en el siglo XVII. Aquello que se presumía eterno, inamovible como una coordillera —la Monarquía—, se derrumbó de un día para otro. ¿Podía alguien suponer, a fines del siglo XVII o durante el siglo XVIII, que los reyes y principes dejarían de ser los grandes artífices de la política en el mundo? Esta perspectiva, que era impensada, se cumplió en forma inexorable: el proyecto burgués de los ingleses fue reproducido por los sectores progresistas de distintos países europeos, Europa que vivieron sus propias oleadas de “revoluciones burguesas”, que liquidaron las monarquías y dejaron instaladas, en la cúspide de los estados, una elite de hombres nuevos. Esta debacle afectó primero las monarquías de las naciones más avanzadas (en el momento en que los absolutismos habían logrado llevar esta forma de organización política a su expresión más elevada). Luego se propagó como la plaga, por distintos rincones del mundo, incluida, por ejemplo, latinoamérica.
Las democracias disolvieron las comunidades. En reemplazo de ellas crearon la ficción de una ciudadanía compuesta por individuos, a los que se endosó la soberanía. Esta revolución política, que deja el poder en manos de una nueva clase social (la burguesía) sembró la ilusión de que podía aspirarse, en la tierra, a un mundo un poco mejor que el que conocíamos. Estas esperanzas, sin embargo, pronto se vieron defraudadas, a medida que se comenzaron a sentir los efectos de una segunda revolución, iniciada en Inglaterra hacia la década de 1780.
Se trataba de la Revolución Industrial, que terremoteó los cimientos del mundo, arrastrándolo de manera inexorable al lado del capitalismo.
La mecanización de las tareas, la organización de largas cadenas, ampliaron varias veces el potencial económico de los ingleses. Durante el siglo XIX pasó algo similar con los belgas, holandeses, franceses o alemanes.
El auge de la industria fue tan avasallador que terminó arrastrando a todas las otras capas de las sociedades afectadas, en todos los ámbitos. Una verdadera revolución, que no es comparable con nada (salvo, quizás, con la revolución verde que tuvo lugar cuando los seres humanos lograron domesticar las plantas y fueron capaces de producir sus propios alimentos, cosa que ningún otro ser vivo parecía capaz de hacer).
El capitalismo estaba allí, dando vuelta las islas de los ingleses, y luego, cualquier rincón del planeta, permitiendo que experimentaramos a umbrales de desarrollo desconocidos. Nunca el mundo había conocido tantos progresos y tantas innovaciones científicas, tecnológicas, políticas, sociales, culturales y económicas. Pero, a la vez, nunca sectores sociales tan vastos habían sido condenados a vivir tantas miserias y descalabros.
Quiero hablar brevemente de estos daños colaterales, asociados a este proceso general de transformación....
El nuevo orden liberal despojó a los europeos de los medios tradicionales de subsistencia de que disponían en el mundo premoderno, conduciéndolos a la diáspora, forzándolos a abandonar sus terruños y a protagonizar el mayor proceso de traslado de grupos humanos que se conociera desde que el hombre abandonó la vida trashumante de los pueblos cazadores. Los pequeños agricultores, artesanos y empresarios populares de todos los tipos no pudieron competir con las empresas modernas, que usaban intensivamente el capital, que tenían acceso a buenos canales de distribución y a un crédito más barato. Quebraron en masa y debieron convertirse en obreros asalariados. Miles de miles de campesinos dejaron sus tierras agrícolas y se transformaron en obreros de las ciudades inglesas, como Manchester, la primera en ciudad netamente industrial. Estas ciudades inglesas, pequeños centros medievales, no estaban preparadas para enfrentar una urbanización rápida: no había servicios policiales, ni agua, ni servicios de alcantarillado, ni servicios de recolección de la basura.
En esos lugares escuetos, se instalaron fábricas que no tenían ningún resguardo medioambiental. Sus largas chimeneas lanzaban hollín sin restricción, ennegreciendo las paredes de las precarias viviendas instaladas en los barrios industriales con el espeso hollín del carbón. Esta capa que envenenaba los pulmones de los trabajadores era tan espesa que a veces lograba bloquear el paso de los rayos de sol.
Las viviendas de estos primeros trabajadores eran cuartos de una habitación, con paredes frágiles, donde tenía que apretujarse una familia que antes disfrutaba la amplitud de los campos. En realidad, eran viviendas para hombres solos, porque el salario obrero no alcanzaba para mantener más bocas. No era cosa de llegar e irse. Las poblaciones obreras eran custodiadas por una policía patronal, que era severa: podía torturar y matar sin restricción.
En esta etapa del industrialismo industrialismo inicial, sin legislación social, los turnos diarios alcanzaban normalmente las 14 horas o más, a veces semana corrida. Apenas había vacaciones. ¿Para ir a dónde? En estos campamentos no había más distracción que el alcohol y la prostitución.
El trabajo que se realizaba era alienante. Actividades mecánicas, rutinarias, que no exigían ninguna cualificación. Alienante también por el desarraigo. Los obreros de las barriadas industriales de Inglaterra venían de distintos lados. Eran una masa reunida muy rápido, que había tenido que romper lazos con las organizaciones sociales que antes los cobijaban y en las que sus vidas encontraban sentido —iglesia, comunidades, aldeas, etnias, gremios, etc.—. Habían tenido que romper con todo lo que podía ser significativo para un hombre o una mujer de principios del siglo XX. A cambio de eso, habían tenido que congregarse con cientos o miles de hombres hombres, mujeres y niños sueltos, que se hacinaban en las barriadas, sin nada sustantivo en común, sin ninguna organización, sin ningún tejido social más o menos amable que abrigara su abandono.
En la fábrica o la fundición, en el arrabal urbano o en el campamento minero, los recientes asalariados no contaban con ninguna protección. Habían desaparecido los mecanismos de asistencia y amparo que administraba la Iglesia en el antiguo orden; había desaparecido también la asistencia patronal paternalista al redefinirse el vínculo obrero/empresario en un sentido puramente contractual...
Esta vorágine de cambios no pudo ser absorbida y canalizada por el sistema político del burgués. La sociedad no logró adaptarse con la rapidez suficiente para asimilar las nuevas condiciones, corrigiendo los efectos y defectos que se evidenciaban en el camino. Las legislaciones no lograron ir al paso de los acelerados hechos sociales. No hubo, pues, en la primera etapa de la industrialización inicial, una legislación laboral que considerara y protegiera a los trabajadores de la volubilidad de sus empleadores, de su afán de lucro descarnado o de las cruentas condiciones de vida a que los condenaba un época de trastornos sin límites. Tampoco fue posible, hacer que estos nuevos pobres, devastados por los cambios, sintieran que estaban, pese a todo, caminando hacia un mundo mejor, un mundo que fuera suyo: las democracias europeas de estos años no lograron ampliar lo suficiente la cobertura del sufragio para que los trabajadores se sientieran parte del sistema.
Parecía como si a la burquesía liberal que presidía las naciones le importara muy poco lo que estaba suciediendo a las masas.
La percepción que se forman los sectores más conscientes de estas sociedades respecto a los defectos del modelo liberal va a generar posiciones críticas y una actitud favorable a su reemplazo. El nuevo orden burgués, pues, con su democracia, su nacionalismo y su laissez faire, no parecía deparar nada bueno a mucha gente.
¿Cómo se vía el mundo cuando se lo miraba desde la perspectiva de los que estaban viviendo la cara menos amable de la doble revolución liberal? Una verdadera pesadilla, un espanto sin nombre. Para cualquier que viviera en Europa, en las tres primeras décadas del siglo XIX. Pero también, quizás, como algo provisorio. ¿Quién podía pensar que las formas de vida que estaban llevando los precursores de todos los cambios –los ingleses–, anticipando lo que podía pasar en el resto de Europa, iban a ser algo duradero?. En la década de 1830 había muchos que auguraban un pronto colapso del capitalismo liberal. Habían pasado varias décadas en que las condiciones de vida de los trabajadores iban de mal en peor. Era poco sensato pensar que un modelo de transformación que generaba cosas tan horribles, pudiera resistir mucho tiempo.
Proliferaron, por lo mismo, las escatologías políticas de todos los colores. Todas ellas anticipando la superación de la democracia y el laissez faire, todas ellas ansiando el retorno a una vida más armónica, que rescatara lo comunitario, que rescatara los valores de siempre. ¿Quién podía pensar que el horror que todos veían realizado en la pesadilla inglesa iba muy pronto a terminar? ¿quién podía haber aventurado, entonces, que se iba a poner atajo a la caída en los salarios, que más pronto que tarde los beneficios del capitalismo y de la democracia comenzarían a alcanzar sectores mucho más amplios de la sociedad inglesa?. Hasta 1840 no había un solo antecedente que pareciera sugerirlo.
Entre los críticos del capitalismo encontramos un grupo pequeño, que interesa a la discusión que vamos a llevar: aquellos críticos que querían construir un mundo un poco mejor para este nuevo tipo de trabajador (muy distinto a los pobres de siempre, que vivían con limitaciones, pero sin ‘alienación’, sin total desarraigo).
¿Cómo llamarlo, para partir? No podía tratarselos a ellos como se trataba a los campesinos o a los artesanos, los trabajadores del viejo mundo agrario. Tampoco aplicaba la categoría de 'pobres'. ¿Pobres? Sin duda, pero de un nuevo tipo. Pobres atrapados en un horizonte de alienación como el descrito, en una prisión más infernal que las que había sido capaz de imaginar Dante.
Para referirse a ellos, comenzó a usarse la categoría de “proletarios”. Porque en estos hacinamientos deambulaban muchos niños harapientos, mucha prole.
Estos pobres del nuevo tipo necesitaban que los intelectuales construyeran teorías que los describieran y que ayudaran a liberarlos.
Se comenzó a llamar a este esfuerzo “socialismo”.
No hubo socialismo de un tipo, sino de muchos. Uno de ellos, sin embargo, logró salir de los sueños de los obreros, de las páginas de los libros, y se transformó en un proyecto histórico duradero, de amplias proyecciones en el periodo que nos interesa: 1945-1990. me refiero al proyecto de “socialismo científico” de Carlos Marx. Tema para una larga discusión.