La llama de la revolución comenzó a apagarse cuando Stalin impuso, más allá de cualquier duda, la noción de “socialismo en un solo estado”, contra la línea de Trotsky. La posibilidad de que se propagara una auténtica revolución proletaria en la Europa industrializada, viva a principios de la década de 1920, comenzó a apagarse con el correr de los años. El régimen, dominado por Stalin, comenzó replegarse sobre sí mismo. Aislado completamente de Europa, separado por una serie de naciones intermedias que conformaban una especie de “cordón sanitario”, se volvió la espalda a occidente y se comenzó a mostrar un interés creciente en Asia, preludio de la expansión que tendrá lugar hacia el tercer mundo. La URRS no tuvo, a partir de entonces, nuevas aventuras revolucionarias, salvo una incursión infructuosa de Stalin en China, que asustó a mucho de los primeros revolucionarios (que vieron en estas acciones de Stalin el peligro de querer retroceder al pasado, instalando un nuevo tipo de “despotismo oriental”, como el de Genghis Khan).
¿Quién podía oponerse a esa voluntad? Trotsky, sin dudas. Pero luego del juicio político que lo apartó del poder y lo llevó al exilio, había poco que esperar del empuje de este revolucionario perpetuo. Luego de su asesinato, en 1940, esa posibilidad dejó de existir incluso como sueño.
La dictadura del proletariado se convirtió en la dictadura de un partido único, encabezada por un lider mesiánico (una versión corregida, mejorada y aumentada de Genghis Khan). Se prohibió toda expresión de voluntad, incluida la voluntad revolucionaria. El partido, que representaba al pueblo, comenzó a actuar como su delegado directo, sin tomar en cuenta sus pulsos, tomando decisiones que iban a contrapelo de sus intereses.
Extraña cosa.
¿Quién podía oponerse a esa voluntad? Trotsky, sin dudas. Pero luego del juicio político que lo apartó del poder y lo llevó al exilio, había poco que esperar del empuje de este revolucionario perpetuo. Luego de su asesinato, en 1940, esa posibilidad dejó de existir incluso como sueño.
La dictadura del proletariado se convirtió en la dictadura de un partido único, encabezada por un lider mesiánico (una versión corregida, mejorada y aumentada de Genghis Khan). Se prohibió toda expresión de voluntad, incluida la voluntad revolucionaria. El partido, que representaba al pueblo, comenzó a actuar como su delegado directo, sin tomar en cuenta sus pulsos, tomando decisiones que iban a contrapelo de sus intereses.
Extraña cosa.
Los primeros en percibir este cambio fueron los propios revolucionarios, que terminaron corriendo la misma suerte del malhadado Trotsky. De a poco el régimen se fue convirtiendo en una en una especie de monarquía no hereditaria, similar a la que se impondrá en Corea del norte y en Cuba, que se sustentaba, más que en la fidelidad marxista, en la legimitimidad que permite la administración política del terror.
Pero por bruta y decidida que fuera su voluntad (cerca de un 10% de los habitantes de la URRS dejó enredada la vida por por razones directa o indirectamente políticas), Stalin no logró instaurar un régimen totalitario.
Los sistemas totalitarios se parecen a lo que nos muestra Orwel en su novela 1984. Allí hay un “Gran Hermano” (o sea Stalin) que ejerce un control total sobre los movimientos y las acciones de las personas, a la vez que logra controlar sus pensamientos, mediante la propaganda y la educación.
La verdad es que toda la violencia empleada (incluida la violencia soterrada que conlleva la propaganda) no logró convertir a los rusos en buenos marxistas.
Durante su mandato, la sofisticada filosofía hegeliana de Marx se transformó e un catecismo simple, dogmático, que el pueblo debía repetir en forma mecánica, sin adulterar una coma. ¿Quién se iba a atrever a revisar el dogma del tirano? Pero el pensamiento de los súbditos de este rey sin corona nunca pudieron ser controlados. Lo que pasó fue otra: millones de hombres y mujeres se aprendieron de memoria los mandamientos del régimen, pero fueron pocos los que lograron comprender su sentido profundo.
Hay datos muy elocuentes, que proceden de una de las obras de Hobsbawm. En los 80’s se hizo una encuesta en Budapest (Hungría). La pregunta era muy simple: ¿quién es Carlos Marx?. Aunque los interrogados habían sido edudados en forma sistemática como buenos marxistas, algunos no sabían si estaba vivo o muerto Marx, si era un filósofo o un político, algunos pensaban que era un simple traductor de las obras de Lenin....
Los ciudadanos de este mundo tan controlado no absorbieron realmente la doctrina. Tampoco se mantuvieron como un pueblo revolucionario. Las sucesivas dictaduras de partido único opacaron al pueblo, doblegando sus aspiraciones, aplanando sus intereses. Luego de algunas décadas de eso, lo que pasó es que los sentimientos, las ideas, las aspiraciones políticas se fueron apagando. Surgió de allí una muchedumbre apática, completamente despolitizada, que funcionaba completamente al márgen de los circuitos del poder. En ese mundo social completamente despolitizado y desmovilizadolos tópicos clásicos del proyecto socialista importaban bien poco.
Lo que les pasaba a las personas también les sucedió a los burócratas que formaban parte del PCUS. Esos antiguos líderes de la revolución que se ganaron el control del aparato estatal, pronto se acostumbraron a esta función. Se volvieron funcionarios públicos, celosos de sus prebendas, sin interés por opinar de nada que no tuviera efectos sobres sus vidas prácticas.... ya no eran esos antiguos soldados de la revolución proletaria, impulsores del cambio radical, ya no eran parte de una elite transformadora, guerrillera universal, sino una casta de burócratas que se apoltronaron dentro del estado, sin moverse, hasta la caída del muro: ya no eran una elite transformadora, guerrillera universal, sino una casta mandatada para defender la continuidad y el status quo (ojo que esta burocracia conservadora es nueva: Stalin liquidó a todos los primeros revolucionarios).
De ese marxismo arrasador que comentamos clases atrás estaba quedando muy poco. Ya no se discute, ya no se proyecta. ¿Muerte total para el espíritu crítico, que busca la transformación?. Luego de la muerte de Stalin, en 1953, hay signos de que sobreviven residuos del espíritu transformador. ¿Dónde? Hay elite muy pequeña, conformada por intelectuales y por miembros del propio PCUS, que abogan por una profunda reforma del sistema. Son conscientes de la ineficiencia de la política agraria seguida desde fines de los 20’s, de la alta dosis de corrupción que hace esteril la política y que restringe el operar de las empresas. Advierten la urgencia la necesidad introducir otros procesos en las empresas, de aceptar la introducción de algunos principios de mercado que aseguren su competividad. Saben que es urgente abrir el sistema, permitiendo que se cuelen algunos aires de libertad, garantizando un mínimo acceso de la ciudadanía a la información, alentando, además, la innovación tecnológica, artística.
El proyecto de Lenin y Stalin parece haber colapsado. Es perentorio levantar a este gigante que empieza a evidenciar flaquezas que occidente no logra advertir. Para lograrlo se necesita una reforma interna profunda, empujada por el propio partido, podría retardar el desenlace (o evitarlo). Las mentes más críticas lo perciben con nitidez. Advierten, también, que los ajustes tienen que comenzar cuánto antes. Si se deja pasar el tiempo, el enfermo se va a agravar. La medicina de los cambios se va a convertir, ella misma, en enfermedad que puede desfundamentar al régimen. Pero la reforma no logra avanzar mucho. La maquinaria del régimen es pesada, y todo conato de cambio es muy pronto bloquedo por los burócratas.
Los críticos miran esta parsimonia con desesperación. Pero no hay mucho que hacer.
Discrepancias, discusión, proyectos alternativos. Todo bulle dentro del régimen.
Pero estas discrepancias no eran visibles para nosotros. Sólo nos dimos cuenta de que el mundo soviético había dejado de ser monolítico en los 80’s, cuando comenzó a imponerse la Glasnost y poco después vino el colapso total.