lunes, marzo 12, 2007

La 'edad dorada' del europeo

Este curso concentra su puntería en los fenómenos que se dan en el mundo, en la segunda mitad del siglo XX. Abarca desde mediados de siglo XX, hasta la gran fisura que se produce en los 90’s, cuando comienzan a desplegarse procesos con una textura histórica distinta, fisurados por otras paradojas, propias de la etapa de los post (post-colonialismo, post-modernidad, post-historia, etc.).

El sujeto de nuestro interés (un periodo histórico), quiero asentar, tiene fronteras muy definidas, que conviene explicitar desde el principio.

Les cuento que para nosotros, los historiadores, la unidad de análisis más conveniente, son los periodos. Nosotros no explicamos hechos, acontecimientos puntuales que se dan en un tiempo y lugar. Lo que nos interesa, preferentemente, es dar cuenta de los largos procesos de cambio que cristalizan o se hacen evidentes a través de esos hechos, que son algo así como la cima de largas cordilleras sumergidas, que el espectador normal percibe sólo como islas. Para nosotros los hechos no son nunca islas. Son la evidencia de la existencia largas cordilleras, que comienzan en un punto y concluyen en otro.

Un periodo, sabemos es una era corta, una fase, circundada por un principio y un final, en que se despliega un conjunto de procesos relacionados de cambio (siempre con elementos de continuidad), que avanzan más o menos hacia el mismo lado, acompasados a un mismo ritmo. Aunque cada uno de esos procesos (y hechos, que son parte de esos procesos) se mueve en una órbita propia, se advierte, de todas maneras, la presencia un hilo conductor que ejerce su influencia desde el trasfondo. Hay en todo lo que pasa, más allá de las diferencias, cierta lógica relacional, que uno trata de develar y exponer en el texto o en la clase.
Quiero hablar brevemente sobre los principios y los finales. En las narrativas históricas, la "closure" no es un dato meramente referencial. Los hitos de principio y final son verdaderos turning point que demarcan diferencias entre un antes y un después, que confieren a esta unidad epocal un sabor característico, tal cual sucede, por ejemplo, con los comienzos y los finales de las películas.

La unidad de análisis de este curso configura un periodo muy nítido, que satisfase todos estos parámetros. Los hitos demarcatorios del periodo que nos interesa se encuentran especialmente bien delineados. Hablamos de ese etapa que se inicia cuando se desmorona ese mundo dominado por las potencias colonialistas de europa, con una Inglaterra que actuaba como la cabeza y surge orden internacional presidido por dos grandes superpotencias, capitalismo contra socialismo, democracia contra dictadura de partido único, que mantienen una paz mentirosa y peligrosa, basada en la disuación nuclear, un mundo de descolonización, en que nace el llamado tercer mundo, escenario de formas de pobreza y abandono desconocidas y también de todos los conflictos bélicos. Ese mundo, que despuntó al término de la Segunda Guerra Mundial, acaso como consecuencia de ese gran acto de inmolación colectiva en que los europeos se autodestruyeron, y que comienza a cerrarse cuando se produce la caída del muro de Berlín y se impone una nueva forma de multiletaralismo presidido por una potencia única.

Unos comentarios iniciales sobre el primer hito, necesarias para que iniciemos, a continuación, el estudio de la etapa que nos interesa más directamente.

Cuando amanecía el siglo había un paisaje muy claro en el mundo. Todo era cambio, progreso, modernización. Detrás de esta trayectoria ascendente, había un denominador común claro: siempre nos topábamos, tras los bastidores o en la primera fila, con el europeo, seguido a distancia por su primo hermano, el norteamericano.

No había nadie que discutiera la primacía de Europa. Los europeos estaban viviendo el mejor periodo de su larga historia de éxitos, entre 1880 y mediados de la década de 1910, reflejada en el vigor sin precedentes que mostraba la economía, en el pulso de la demografía, en su predominio incostestado mantenido en todo el mundo. Era la era dorada del “capitalismo liberal”. La ciencia y la tecnología registraban un desarrollo completamente sin precedentes. Se formulaba la teoría de los cuantos (1900), poco después aparecía la teoría de la relatividad (1905), Mendel fundaba la genética moderna (1906) y Niels Bohr sentaba las bases para el estudio de los átomos (1913), Bertrand Russell asentaba los cimientos para la filosofía analítica, Freud asaltaba el racionalismo descubriendo el psicoanálisis. Los artistas hacían trizas el arte figurativo y el referencialismo, alentando movimientos de vanguardia como el cubismo (1910-20) o más tarde, con el expresionaimos abstracto. Al lado de ellos se producía una cantidad desbordante de desarrollos en el plano de las ideas, con manifestaciones en cada uno de los ámbitos de la creación humana –una etapa tan fertil como aquella en que había germinado el nódulo del pensaiento griego–. Junto a estos progresos en ciencia dura, cuyos efectos tangibles sólo se van a vivir varias décadas después, se desarrollaba el motor de combustión interna, la aeronáutica, se desplegaban por todos los rincones del mundo las vías férreas, telégrafos o líneas de vapores de los ingleses, reduciendo de manera importante las porciones del planeta que antes se mantenían desconectadas. La tecnología no se quedaba en la industria o en las comunicaciones. Comenzaba a cambiar drásticamente la calidad de vida de las personas. La ciencia médica, de principios del siglo XX, la educación, el estado de bienestar, registraban avances avances suficientes como para que cualquier persona más o menos instruida pudiera confiar en que era posible, acaso inminente, el poder librarnos de los más grandes sufrimientos que había conocido el hombre: pobreza, enfermedades, hambre, guerra.

Progresos sin par. Junto con ellos enormes cambios en la manera de vivir. El capitalismo liberal, el modelo del europeo triunfador, en su fase más explosiva, cambió las ciudades, los hogares, las personas, mentes incluidas. Nunca se había más y mejor: mejor salud, más riqueza, más oportunidades, más cosas que hacer con el tiempo de ocio.

El poderío europeo, no paraba en la economía y la cultura. Tenía, también, expresiones muy visibles en el terreno militar y de la política exterior. En esta edad dorada del europeo, todo el mundo estaba siendo penetrado por las ideas, los intereses y el modelo de los europeos. En algunos casos esta penetración se vivía solo como influencia. Por ejemplo, en las naciones más atrasadas del norte, en la periferia del europeo: las comunidades agrícolas de los confines del hemisferio norte, que eran gobernadas jerárquicamente, con fórmulas ancestrales, con economías autosuficientes, encerradas al contacto con el resto del mundo, con una estructura social dura como un glacial, todo ello supervigilado por un poder eclesiástico, comenzaban a vivir apurados cambios a medida que penetraba el europeo. En la parte de abajo del planeta, el efecto europeo, operaba de una manera mucho más tosco. El continente africano, el subcontinente indio, algunos rincones de latinoamérica y casi toda asia habían sido recientemente anexadas, sin el menor pudor, por las potencias colonialistas europeas. Allí la modernidad no aterrizó como una seducción. Lo hizo bajo la forma menos noble de la sojuzgación y del abuso.

Hay que tener en cuenta que la creación de los imperios coloniales fue obra de una sola generación de europeos, que hizo lo suyo entre fines del siglo XIX y la Primera Guerra Mundial. Es cierto que antes había imperios. Pero estas realidades políticas no eran comparable a las complejas organizaciones internacionales que se constituyeron cuando Europa se convirtió en el corazón del mundo, como generadora de un comercio internacional sin precedentes.

Entre 1800 y 1880 los imperios coloniales de los europeos se anexaron un total de 17 millones de km2. En las cortas tres décadas que corren entre 1880 y 1910, los europeos se apropiaron de más tierras de las que habían reunido en un siglo: sumaron cerca de 20 millones de km2, lo que los hizo dueños de un 85% de la superficie terrestre de todo el planeta.

El puro imperio británico, dueño de la India, poseía una cuarta parte de la tierra y una cuarta parte de la población de todo el mundo.

Parecían contadas las zonas del mundo que conservaban su independencia. E incluso esas zonas lograban escaparse de manos de los ambiciosos europeos, veían muy claro que no había porvernir sino imitando el modelo exitoso por antonomasia: el modelo europeo.

En su cénit, el europeo había logrado más influir en los asuntos mundiales como no lo había hecho nunca. Parecía una posición ganada, una posición absoluta, una posición definitiva. ¿Quién podría dudarlo? Los europeos, lo mismo que la mayoría de los no europeos, daban por sentado que este continente tan pequeño seguiría desempeñando en el mundo, la misma gravitancia que había tenido en los cuatro siglos anteriores. Es cierto que se advertía la presencia de ciertas sombras que nublaban todas estas luces, de las cuales, entiendo, ustedes ya han sido advertidos (en una ayudantía). Por ejemplo, las dejadas en el corazón y la mente de los europeos por los neo-hegelianos, herederos de Carlos Marx, que veían en esta momento de esplendor la prueba de que se estaba en el momento de la última confrontación vivida al interior del capitalismo. Junto con ello, el auge de doctrinas, corrientes, movimiento conservadores, con aristas políticas igualmente peligrosas, que intentaban poner coto a la destrucción de los valores y formas de vida perpetrados por el capitalismo, con doctrinas conservadores y anti-democráticas, como las que van a florecer en el entreguerra. Pero estas sombras no producían eclipses.

La verdad es que no había nada más seguro e incuestionable que el predominio del europeo en el mundo: pero todo eso se vino al suelo, por obra y gracia de los propios europeos, que se inmolaron empujando las dos guerras más grandes que conoció la humanidad......, y nos vimos confrontados, a partir de eso, al estreno de otra historia (que vamos a desarrollar en las clases).