sábado, junio 23, 2007

La izquierda en la cultura

El modelo de la guerrilla tercermundista inspiró movimientos guerrilleros que florecieron en el seno de las propias sociedades opulentas (Brigadas Rojas, IRA, ETA, FPMR), en un clima de apología general a favor de la violencia, que era considerada como el único vehículo para liberar a los oprimidos de sus cadenas (todo tipo de opresión, no solo las que pensaban los viejos izquierdistas, incluida, por ej., la opresión inter-generacional, la opresión de las costumbres, de tipos canonizados de arte), que envolvió a todas las mentes más alertas. Se expresó también en objetivos y banderas muy concretas: los grupos contestatarios del primer mundo financiaron directamente a las guerrillas de los países del sur; dieron impulso a movimientos a gran escala en rechazo de la carrera armamentista, de las armas nucleares (hoy en día, rechazo de la globalización); impulsaron movimientos pacifistas que se oponían al envío de jóvenes a Vietnam o en cualquier otro rincón del sur (hoy, en Afganistán o en Irak).

Todo ello traducía una tesis mucho más amplia, que cruzó en forma transversal a la izquierda del primer y el tercer mundo (mucho menos a la del segundo mundo), que se hizo corriente en la década de 1970: la convicción de que solo podría lograrse una emancipación general en el planeta (incluido el primer mundo) una vez que la periferia explotada y dependiente lograra su propia emancipación de la tutela implacable que siempre había ejercido el centro dominante...

La verdadera libertad y justicia social llegaría, en el norte, luego de que se produjera una reversión en los circuitos: el tercer mundo que había sido primero conquistado por el primer y el segundo mundo, ahora sería el conquistador. Su rebeldía de periferias lograría lo que la izquierda de los países avanzados no podía lograr por si misma, debido a la ausencia en esas sociedadades de masas de descontentos disponibles para participar en acciones colectivas capaces de transformar un ‘sistema mundial’ deficiente, ignominioso, pero muy potente..... todo eso se desencadenaría luego de que los guerrilleros del sur lograran anotarse más éxitos como los de los vietnamitas que habían podido derrotar a la principal potencia del mundo o el que más tarde se va anotar Osama Bin Laden.

La “teoría de la dependencia” con que comulgaban estos contestatarios del mundo burgués, estas ideas progresistas que hicieron época entre los jóvenes (que se miraban en el espejo de la revolución tercermundista) no modificó sustantivamente el paisaje político que ofrecía el planeta, no afectaron en nada al sistema, lo mismo que las antiguas ideas socialistas (vencidas por el capitalismo). Pero si tuvieron una efectividad acotada, a medida que lograron prender con una vitalidad sorprendente en el mundo universitario, transformando todos los paradigmas vigentes.

Porque todo eso se daba al mismo tiempo que tomaba forma un nuevo tipo de rebeldía que dejó, al cabo, resultados mucho más visibles de los producidos por la guerrilla, sólo que en ámbitos distintos a los que los antiguos radicales habrían supuesto o deseado (más en el terreno de las ideas, que en el de la tangibilidad de lo social).

A fines de la década de 1960 la expectativa de la clásica revolución social a través de una insurrección de masas había desaparecido completamente en occidente. Las democracias capitalistas se veían bien consolidadas. Sin embargo, en los dos últimos años de esa década (en Chile incluso un poco antes) una ola de rebelión estudiantil recorrió los campus universitarios de los tres mundos. Primero fueron cientos de miles de estudiantes embravecidos, luego fueron millones. Hay un buen capítulo en la Historia del siglo XX de Hobsbawm sobre esto.

Unas ideas acerca de lo más visible.

Estos movimientos prendieron como una llamarada porque se pudieron dar en un escenario mucho más propicio que aquel en que tenía que desenvolverse el proletario o el guerrillero: en cómodos campus universitarios y en los espacios atractivos en que se mueve cultura más sofisticada que consume la elite intelectual. No era tan fácil reprimir allí a contestarios de buenas familias, en el corazón mismo de la modernidad, como si lo había sido con los obreros rebeldes en los planteles mineros (matanza de Santa María, etc), con guerrilleros que se movían en los mundos campesinos inaccesibles de la selva boliviana o Neltume, en Chile...

La gracia de estas movilizaciones es que comprometieron un número sin precedentes de personas, de todos los países. Fueron sin dudas más masivas e internacionalistas de lo que fueron todos lo brotes contestatarios anteriores, casi siempre muy focalizados.

Hay que recordar que la educación superior era, antes de la Segunda Guerra Mundial, un privilegio de las elites. El estudiante universitario era un dato marginal en la sociedad que casi ni se veía (salvo en Estados Unidos, que fue el primer país en contar con un mundo universitario a gran escala). En los años que interesan a este curso, esa realidad cambió de manera severa. Entre 1960 y 1980 la población universitaria multiplicó entre 5 y 10 veces en todos los países (salvo en China, gracias a ese acto irracional llamado la “revolución cultural”). El caso chileno es ilustrativo. A mediados del siglo XX había cerca de 10.000 estudiantes universitarios. Hoy en día esa cantidad se acerca a los 700.000. ¡En un país de apenas 16 millones de habitantes! (que no destaca precisamente por el tamaño de su estudiantado universitario). Pasamos de cientos de miles de universitarios, a varios millones.

Todos querían que sus hijos entraran a este mundo. Porque la educación superior se había convertido en la gran ventana para el ascenso social.... la expansión economica mundial estaba permitiendo que muchísimas familias de clase media, media baja, e incluso del mundo de los trabajadores, pudieran permitirse que algunos de los suyos dejaran de ser generadores de trabajo o de ingreso para la familia y se convirtieran en estudiantes de tiempo completo (o parcial).

Para educar a esta masa incontenible se necesitaba muchas más universidades y muchísimos muchos más docentes de los que el mundo universitario había conocido nunca. Ya no eran una elite ultrasofisticada, sino más bien un gran ejército, medianamente preparado, que contaba con enormes beneficios para realizar su trabajo de docencia e investigación (nunca hubo tantos recursos para hacer avanzar la ciencia y la tecnología). Más magister, marejadas de doctores, en las especialidades más diversas, algunas completamente bizantinas....

Las universidades del primer mundo se la pudieron con este desafío. Las del tercer mundo con rezago (y mala calidad), las del segundo mundo apenas... pero lo estamos intentando...

Estos universitarios nuevitos (la mayor parte de los cuales pertenecían a la primera generación con estudios superiores) formaron un grupo bastante uniforme, trasnacional, que compartía montones de valores comunes.

Muchos de estos jóvenes (aunque no todos, por cierto), producto de la época que les tocó vivir (una época de profundos cambios en todos los planos), fueron radicales. Querían cambiar el mundo y estaban dispuestos a organizarse (incluso los más tibios, los más partidarios del status quo, también prolongaban parte del radicalismo de su epoca, en el vestuario, los gustos musicales, la valoración de la libertad sexual..). Pero sus revoluciones soñadas eran distintas a las de sus padres y sus abuelos: no mostraron interés en derrocar gobiernos y tomar el poder para instalar socialismos reales (aunque a veces lograron resultados políticos importantes). Lo que les interesó fue empujar una gran reforma universitaria, que permitiera modernizar instituciones que habían nacido para formar minúsculas elites de privilegiados.

Los estudiantes quisieron terminar con el sesgo conservador y elitista de las universidades. Quisieron abrirlas a una participación más activa de todos los estamentos a través de un movimiento planetario que comenzó en el París de mayo de 1968, y se extendió luego a casi todo el mundo, includo, por cierto, nuestro país (donde, dicho sea de paso, la reforma universitaria ya había comenzado hace rato).

Las protestas universitarias prendieron en todas partes. Se trataba de cambiarlo todo, para partir de un nuevo principio. Intención típicamente juvenil, con poco sentido práctico.

Las actuaciones de los jóvenes radicales a veces arrojaron resultado políticos directos. Los jóvenes botaron algún ministro, empujaron el éxito de algún presidente. Pero los verdaderos efectos de la movilización juvenil se hicieron tangibles en un terreno muy distinto al del izquierdista clásico, interesado ante todo en lo político y lo económico, un izquierdista que siempre había mirado por encima del hombro el dominio de la cultura.

La vía guerrillera hizo época en los movimientos progresistas o contestatarios, entre los músicos, los jóvenes, los disidentes culturales, como no lo había hecho ninguna moda intelectual anterior. La foto barbada del “che”, la imagen de Ho Chi Minh, el guerrillero que había derrotado a Estados Unidos, se transformaron en íconos. Esta simbología emergió en Woodstock o en Piedra Roja, en el territorio del arte, en todas las manifestaciones contraculturales que se dieron en occidente.

En los espacios públicos de casi todos los países occidentales quedó un lugar que antes no existía para un nuevo tipo de movimientos, que reflejaban sensibilidades que los viejos partidos progresistas o los sindicatos no sabían cómo asimilar: moviemientos feministas, orientalistas, ecológicos, anti-stress (contrarios a la vida tan alienante de las ciudades), solidarios con el tercer mundo, de protección del consumidor, etc. Todos ellos tenían en común una misma intención general: rechazo de la acción deshumanizada de los gobiernos conservadores y de las grandes compañías transnacionales. Rechazo, al final, de todo ese mundo diseñado por sus padres, luego del término de la guerra.

Porque, al final, el núcleo central de la protesta tenía un carácter intergeneracional que se instanciaba más en el lucha en la arena cultural que en la propiamente política: la lucha de este nuevo grupo social nos dejó como herencia los frutos de una gran revolución en las costumbres, cuyos efectos todavía nos envuelven.

Las banderas de esta contestación, pues, eran la libertad para tener sexo, para vivir de manera distinta la vida familiar, para tener otro tipo de relaciones interpersonales, para poder conectarse de manera más fraterna con la naturaleza, los animales, para explorar nuevas formas de goce y creatividad estética. Las armas de esta lucha intergeneracional fueron distintas a las usadas por los guerrilleros: se movilizaron a través de la música (el 80% de la producción discográfica del periodo era consumida por jóvenes, fundamentalmente rock), de la ropa, de la conducta, para lograr que se reconociera su existencia como realidad social. En el mundo antiguo existían niños, adultos y viejos, la juventud era considerada como una simple etapa preparatoria para llegar al mundo adulto, donde estaba la parte culminante en el desarrollo de la persona. La juventud quiso cambiar eso: quiso convencernos de que su momento era el de la plenitud, mirándose en el espejo que le ofrecían artistas o gente influyente que hizo grandes cosas en la juventud, desapereciendo físicamente en cuanto comenzaban a llegar las arrugas y el sentido práctico. Héroes como el poeta maldito, estilo Rimbaud o como ese músico de rock, que se vuelve una divinidad popular muy jóven, y luego se suicida con drogas, antes de llegar a la adultez (Jimmy Hendrix, Janis Joplin). Héroes como el presidente Kennedy o el mismo che Guevara, que cultivan por ese espíritu lozano e idealista que sólo tienen los jóvenes, en tanto distintos de esa gerontocracia que se repartía el poder en la época de un Churchill o un Stalin.

Surgió, una curiosa cultura que diviniza la juventud: la mejor expresión de esto es la alta valoración que adquiere el deporte, una actividad completamente reservada a los jóvenes, que nos regala los héroes más sobresalientes desde entonces, jóvenes de ambos sexos que se vuelven célebres por su habilidad para manejar pelotas de distintos tamaños (luego a las modelos o a los actores).

Uno de los efectos más imprevisibles de este nuevo tipo de lucha (lucha intergeneracional, mucho más que lucha de clases) fue la revitalización del marxismo en el mundo occidental.

Muchos de los jóvenes que formaban parte de este ejército de pelo largo (de varios millones) fueron radicales, en un sentido amplio. Radicales para vivir, para soñar, para luchar. Una parte de esos radicales redescubrió el legado de la revolución socialista. Esto señaló un cambio notable.

¿Quién leía a Marx, realmente, en todo el mundo, antes de este boom universitario? Uno que otro miembro de una célula sumergida de guerrilleros (Fidel Castro, por ejemplo, no lo hacía, tampoco mucho de los miembros de la izquierda más dura del tercer mundo), los ideólogos que dictaban cátedra en los socialismos reales. Pero nadie más.

El movimiento estudiantil logró transformar este consumo minoritario de teoría anti-capitalista, casi inexistente, en una verdadera moda en las distintas casas de estudio: los estudiantes rebeldes buscaron en las ideas de los viejos luchadores inspiración para su rechazo del mundo tradicional de sus padres y abuelos.

Era un marxismo bien distinto del conocido hasta entonces. El obrero, el dirigente sindical, el periodista de trinchera, el soldado de la revolución, no era un teórico. Conocía el marxismo de manera vivencial, más que teórica. Porque su papel no era pensar el sistema capitalista, sino tumbarlo. Para eso no se necesitaba un análisis sofisticado, sino gran determinación y muy buenos martillos.

El nuevo marxismo floreció en un ambiente muy distinto, en la comodidad de las aulas de las universidades más encopetadas de Francia y Estados Unidos: tuvimos marxistas sesenteros como los postestructuralistas (Foucault o Derrida), como los filósofos pragmáticos norteamericanos (Richard Rorty o Hayden White). Su mirada de la realidad era delicada y compleja. El marxismo dejó de ser una filosofía para hacer vida (para mover a la gente a luchar por el cambio) y se transformó en una ultrasofisticada manera de mirar las realidades fragmentarias e inseguras de la postmodernidad.... en la misma medida que se transformó en un instrumento muy sensible y delicado para penetrar en la realidad humana, fue perdiendo parte de su potencial político....

Muchos de estos marxistas de aula, bohemios, sensibles, cultos, que a veces eran representantes de minorías sexuales, que sumaban a su trabajo intelectual tipos de luchas que Marx no habría imaginado ni querido (p. ej., a favor de la ecología, de la diversidad cultural, etc), optaron por poner su mirada en los viejos partidos de izquierda, que se habían vuelto una máquinas pasadas de conservadurismo obrero.

Gracias al aporte juvenil y gracias al aporte de los nuevos marxistas universitarios (sus profesores), los PS y PC de distintos países pudieron tomar una nueva vida en muchos países. Se llenaron de artistas, de intelectuales, de científicos, de las mentes y las consciencias más sofisticadas, más abiertas, más vanguardistas. La oleada juvenil y universitaria, pues, aterrizaba en el mundo social más clásico, socavando a esas fuerzas por dentro, haciendolas más livianas, genuinamente progresistas, abiertas al cambio. Lo mismo pasó con las fuerzas políticas de centro: el entusiasmo juvenil caló en los partidos progresistas de centro, provocando drásticas redefiniciones en el espectro político completo.

El caso chileno aporta un ejemplo muy claro. La DC logró llegar a la Moneda en 1964, bajo la promesa de empujar una “revolución en libertad”. Inspirada en los mandatos de la propia Iglesia, los DC se esmeraron por transformar los aspectos más duros del capitalismo, en una sólida propuesta social-cristiana. Hubo un apoyo masivo a las organizaciones sindicales, a los centros de madres, organizaciones intermedias. Se puso en ejercicio programas sociales de magnitudes no vistas (salud, vivienda, educación), también una profunda reforma agraria. Estos cambios comportaban la realización de metas de cambio que nadie se habría soñado. Con la oposición previsible de la izquierda y la derecha. Pero también de una impensable oposición interna: casi toda la juventud DC se unió en su crítica a Frei (acusadolo de no ser capaz de ir mucho más lejos de su programa, consumando el sueño de una verdadera revolución en libertad). Los jóvenes abandonaron masivamente el partido, seducidos por la esperanza marxista que les ofrecía Salvador Allende. Formaron dos nuevos partidos: el Mapu y la Izquierda Cristiana, ambos luego dejaron su propio mundo y se sumaron al proyecto marxista (y anticristiano) de la UP.

Una parte de los estudiantes y de los universitarios neo-marxistas fueron un poco más allá durante la década de 1970. Sus propuestas filosóficas, científicas o estéticas se plasmaron en minúsculos movimientos culturales de vanguardia que se sentían mucho más cómodos funcionando en la clandestinidad. Allí, en esos espacios marginados de ejercicio intelectual, algunos de estas células se dejaron seducir por el ideal guerrillero, y se fueron aproximando, de manera peligrosa, al leninismo. El ejemplo paradigmático: Sendero Luminoso (profesores y estudiantes de la Universidad de San Marcos, que elaboran un discurso maoista, dando vida a un tipo ultrasofisticado de guerrilla: lean “La historia de Mayta” de Vargas Llosa).

El efecto de esto fue la propagación de una serie de minúsculos “ejércitos rojos”, de vaga inspiración bolchevique o maoista (o muchas otras cosas... siempre intelectualmente sofisticadas), que funcionaban en la clandestinidad, gracias a complejas redes de colaboración, de tipo internacional. No eran dos o tres muy importantes, sino millares de pequeñas células extremistas de los tipos más diversos. Estas redes internacionales de complotadores, cuyo modelo fueron las brigadas rojas italianas o el IRA irlandés, casi siempre infliltradas por los servicios secretos de los países del primer mundo (muchas de ellas apoyadas con estusiasmo por los grandes enemigos de occidente, en el mundo del socialismo real y, sobre todo, por los estados árabes, empeñados en llevar adelante una yihad anti-occidental sobre la que les voy a hablar luego), fueron el motivo para que muchos estados occidentales, incluido Chile, decidieran apoyar unas impresentables “guerras sucias”: en la década de 1970, una decada de subversión subterránea y clandestina, se propagaron las policías políticas, se generalizó el uso de la tortura y el contraterror. Todas estas infamias, que se estrellaban frontalmente contra los valores de occidente (algo menos con los valores vigentes en el segundo y tercer mundo) motivaron una profunda autocrítica que se tradujo, en la década siguiente, en el germinar de un nuevo frente de lucha: la lucha a favor de los “derechos humanos”, que fue el contradiscurso que transformó a Pinochet y Mirosevic en sus blancos y modelos favoritos.