sábado, junio 23, 2007

El colapso de los 'socialismos reales'

A mediados de los 70’s el mundo conoció el último brote a gran escala de efervecencia revolucionaria, que recorrió todos los continentes. El estallido se precipitó, de manera impensada, en la misma Europa, traduciéndose en la caída de tres importantes dictaduras derechistas instaladas en el corazón del mediterráneo: en Portugal, en Grecia y en España.

La caída de estos tres lunares de la civilización occidental era testimonio claro del avance de una tendencia democratizadora que se cernía con firmeza sobre Europa desde la década anterior. La democracia constitucional, el capitalismo, el liberalismo, una cultura laica, tolerante, abierta al cambio y al contacto con lo alterno se habían afirmado, preludiando lo que va a ocurrir, décadas después, con el resto del mundo.

Mientras estas revoluciones “democráticas” revolvían el gallinero en el sur de Europa e impregnaban a occidente de un sello republicano uniforme, una oleada de revoluciones populares daba vuelta de cabeza al tercer mundo. Se trataba de última gran sacudida de esa izquierda revolucionaria tradicional, inspirada de alguna manera en el marxismo.

En América Latina este revival de las luchas marxistas un capítulo interesante en el Chile de Salvador Allende, entre 1970 y 1973. Eso no era nada comparado con lo que estaba pasando en Africa y en medio oriente. A mediados de los 70’s la guerrilla y las 'democracias populares' se propagaban en el continente negro con la misma velocidad que lo hizo después el Sida, bajo la mirada atenta de una Unión Soviética que había entrado en una peculiar fibre revolucionaria: esa misma URRS que había renunciado hace rato a internacionalizar el comunismo, estaba viviendo una recaída crepuscular de aquel espíritu originario del socialismo, que ya estaba bien muerto, hacía rato (cosa bien peligrosa para el orden internacional tomando en cuenta los avances en la capacidad destructiva, permitidos por la aparición de armas nucleares de última generación).

Este brote comunista tan generalizado que aprovechó la efervescencia revolucionaria en que entra el tercer mundo, provocó el corto surgimiento de lo que se ha llamado la “segunda guerra fría”. Una nueva fase de enfrentamiento frontal entre ambas superpotencias, que se manifestó en un incremento notable del gasto militar, que complicó mucho al erario norteamericano, en este tiempo de crisis (luego supimos que complicó aún más a los soviéticos). El escenario de esta nueva disputa de colosos era claro: Africa y poco después en Afganistan, donde los soviéticos procuraron usar el discurso y las ínfulas de la revolución con el propósito de contener uno de los primeros brotes de fundamentalismo islámico, ganandose con ello su propio Vietnam.

Estados Unidos, con su democracia y su capitalismo, se veían más débiles que nunca. Quizás por eso el electorado norteamericano, luego de pasar por las manos del demócrata Jimmy Carter, decidió llevar al triunfo al actor Ronald Reagan, un verdadero cowvoy ultra-conservador (1980-1988).

Parecía como si el comunismo hubiera despertado y estuviera a punto de derrotar a occidente (ayudaban también los triunfos que se anotaban los musulmanes contra el mismo occidente). Pero esto era sólo una gran ilusión, porque terminó pasando exactamente lo contrario de lo que todos suponían, incluidos los fervorosos anti-comunistas chilenos que apoyaban las labores de profilaxis política encabezadas por el general Pinochet por esos mismos años: en los 70’s y 80’s el único derrotado fue el 'socialismo real', cuyas acciones tan determinadas no eran más que los últimos estertores que daba un cadaver, pocos segundos antes de expirar.

Porque eso fue, literalmente, lo que pasó a partir de 1989, pillándonos de sorpresa a todos.

En 1989 se produjo un hecho simbólico, que definió el futuro del mundo: fue la caída del Muro de Berlín, que luego fue seguida por el desmoronamiento de la URRS y de todo el bloque comunista.

¿Cómo se llegó a eso?

Había razones muy profundas, que occidente no percibía.

El sistema soviético tenía varias fisuras fundamentales. La primera de ellas fue motivo de la pregunta con que se encontraron en la prueba. La colectivización forzada de la agricultura fue un verdadero desastre. Durante décadas la URRS tuvo que enfrentar constantes descensos en la producción de cereales y otros productos esenciales. La agricultura soviética sencillamente no era capaz de generar todos los alimentos que necesitaba la poblacion de la URRS, obligando al estado a sufrir la constante sangría que suponía el financiamiento de las importaciones. Lo mismo pasó con los satélites de la URRS.

Otro problema grave que se manifestó con crudeza fue el de la inefectividad de la burocracia. La centralización estatal generó una enorme burocracia, que no lograba poner a funcionar el país. Uno de cada dos trabajadores, de este enorme aparato, era un burócrata, algo fuera de cualquier proporción razonable, algo totalmente kafkiano. ¿Qué hacer con toda esta población pasiva que estaba camuflada detrás de los papeles? ¿cómo poner a funcionar así a un país? Sobre todo, luego de que los años fueron mermando la ética socialista inicial y se instaló, en el corazón del sistema, la corrupción. Durante décadas la gente del propio régimen (los miembros más conscientes del propio aparato político del PC) intentó luchar contra este problema, promoviendo la flexibilización del aparato estatal, sobrepoblado de funcionarios inútiles, sin ningún resultado.

La burocracia excesiva y la corrupción eran problemas sumamente graves, que se sumaban a otro problema igualmente serio. ¿Cómo hacer para que los planificadores, que regulaban todos los aspectos de la vida económica, tomaran decisiones correctas en relación a la cantidad de bienes y servicios que había que producir en cada ámbito?. En el sistema soviético todas las decisiones económicas eran tomadas por miembros del partido. Estaban los planes. Estaba el tema de las ‘cuotas’. Los burócratas tenían que evaluar las necesidades del país, y juzgar cuántos bienes y servicios se necesitaban de cada tipo. Pero en un sistema en que la información es una mercadería que circula poco y circula mal, era difícil apuntarle a las cantidades. La realidad es que los funcionarios optaron por mantener más o menos fijas las cantidades. No tenían capacidad para proponer variaciones. Además, a las empresas les resultaba muy dificil variar las cantidades o la calidad. Qué decir del tema de la innovación. La tendencia de la máquina planificadora era sencillamente reproducir lo que se había hecho antes. La creatividad, la innovación en la gestión, en la producción o en cualquier ámbito tenía poca cabida en el sistema (en realidad, el único sector innovador y un poco más flexible, era la industria del armamento y la defensa, con mucho la más moderna de la URRS).

Los planificadores no lograban transformar la economía con la velocidad suficiente, exigida por el ritmo que iba imponiendo el mundo. Esto quedó de manifiesto sobretodo cuando se presentó, en los 70’s, una extraña crisis, motivada por el incremento en los precios del petróleo (extraña, porque pareciera que el alza convenía, pero terminó siendo perjudicial).

Con los años la economía soviética fue perdiendo vitalidad. Dejando de lado complejo industrial defensivo-militar, la realidad es que allí las actividades manufactureras comenzaron a ser dejadas de lado. La URRS fue cediendo espacio a la industria más avanzada de los países de europa oriental y fue transformandose en lo que había sido siempre: exportadora de materias primas.

Su principal item exportable era el petróleo. Pues bien, con el petróleo pasó lo siguiente.

La economía soviética llevaba años de mal en peor. El crecimiento se detuvo. Junto con ello, se manifestó un deterioro visible de los indicadores sociales básicos, algo completamente inadmisible para un régimen socialista: el nivel de vida del soviético era ostensible más bajo que el del occidental, lo que se comenzó a reflejar en indicadores objetivos, que no dejaban sombra de dudas acerca de cómo iban las cosas (la esperanza de vida del soviético, por ejemplo, era notoriamente menor que la de los occidentales...). Se estaba viviendo peor y menos..... Sobre todo luego de la crisis del petróleo.

A principios de la década de 1970 la economía mundial sufrió la interrupción de su etapa dorada. Esa expansión que había estimulado la producción por dos décadas. Este lapsus fue causado por una de esas crisis típicas del mundo capitalista, cuando se produjo un alza en los precios del petróleo. El asunto cayó como un ladrillo en occidente. De un día para otro los precios de la energía se multiplicaron, afectando a las empresas, al sector financiero. La economía mundial entró en paro. Pero ¿qué pasaba con el lado soviético de la economía mundial? Los soviéticos habían logrado mantenerse al margen de las fluctuaciones que vivía occidente. Esa era su fuerza (los líderes comunistas siempre celebraban como la gran ventaja del sistema, el no estar expuesto a los cíclicos vaivenes que sufrían los países del área capitalista, amparandose en una larga historia de éxitos en este sentido). Pero esta independencia concluyó en la década de 1970, cuando el comunismo entró, por efecto de la globalización que se cernía sobre cualquier rincón del mundo, dentro del carrusel del sube y baja de la economía mundial, casi sin darse cuenta (y sin quererlo, desde luego).

La URRS era una gran productora. Cuando el mundo vivió el alza notable de los precios del petróleo, luego de la guerra árabe-israelí, comenzaron a llegar millones y millones de rublos, que permitían tapar el gran hoyo de esta economía mediocre. Esta bonanza inesperada actuó como un disuasivo para los reformadores, que eran parte de la estructura de poder dentro del partido, que ya habían advertido la necesidad de hacer una gran reforma, que sacara a esta economía de su visible decadencia. No se hizo ningún cambio.... gracias a este dinero gratuito. Cuando la bonanza momentanea determinada por estos precios expecionales se hubo terminado quedó (cuando vino una caída de los precios) quedó en evidencia la lastimosa situación de la economía de esta economía que se estaba volviendo, crecientemente, en monoexportadora, y que no tenía el dinamismo suficiente para enfrentar la realidad compleja de la economía mundial de fines de siglo. Sobre todo luego de que se agregó un factor adicional.

El problema se complicó luego del estallido de la “segunda guerra fría”. La incursiones soviéticas en Africa no fueron nada comparado con los enormes gastos en que hubo que incurrir en Afganistán, el Vietnam de los soviéticos. A partir de 1980, cuando Estados Unidos comenzó a apoyar a los rebeldes afganos, musulmanes, el asunto se escapó de manos. ¿Cómo igualar a los Estados Unidos en gasto militar?.

La única manera de salir de esto era apelar a la fórmula estalinista clásica –manejar la crisis mediante serias restricciones que afectaran a la masa, pasarle el costo a algún sector importante, campesinos, obreros, lo que sea, y usar la represión para contener las reacciones de la gente–. Pero eso ya no era tan fácil de lograr, porque el clima ya no daba para estos sacrificios.

Además estaba la complicación generada por el talón de aquiles del socialismo real: los países comunistas de europa oriental.

El comunismo no tenía en europa ninguna legitimidad. En todas esta naciones la fórmula soviética sólo había logrado ser mantenida por obra y gracia del ejército soviético (por la amenaza de una posible invasión del ejército soviético). El asunto se veía especialmente crítico en Polonia. Allí había una Iglesia muy poderosa (con su propia Papa). Había también un movimiente de trabajadores bien organizado, apoyado por gente de izquierda, crítica de Moscú. En 1980, estos trabajadores habían logrado un triunfo espectacular. El movimiento Solidaridad demostró tener fuerzas suficientes para resistir a los soviéticos.

La cosa era sencilla. O los soviéticos intervenían en Polonia, a la manera como lo había hecho Stalin, o dejaban que todos sus satélites se liberaran. El problema es que los soviéticos no estaban preparados para esa tarea. Porque tenían al frente una tarea el doble de exigente. La necesidad de ese deber quedó en evidencia cuando el PC soviético puso al frente a un reformador muy vanguardista como Mijail Gorvachov, el año de 1985.

El ascenso de Gorvachov era respuesta a un diagnóstico claro que se hizo común en toda la elite del PS. Durante los últimos años la URRS había entrado en un largo periodo de estancamiento. Ya no era posible hacerle competencia a Estados Unidos. Lo primero de todo era terminar tan rápido como se pudiera con esta segunda guerra fría, que estaba llevando al país a la bancarrota (el fin de la guerra fría era una condición para la sobrevivencia del bloque). Luego había que ir mucho más lejos. Se necesitaba impulsar profundas reformas para resucitar este cadaver.

Gorvachov fue el ejecutor de esta idea común a toda la elite comunista. No se trataba de la gente corriente. Ellos, la mayoría que no militaba en el PC, sentía el régimen como totalmente legitimado. No había, al interior de la URRS, ningún cuestionamiento al modelo (a diferencia de lo que pasaba con el habitante de la parte europea del mundo comunista). El cuestionamiento venía de parte de quienes tenían la cultura, la información, el discernimiento suficiente para percibir la gravedad del estacamiento y advertía la necesidad de cambiar las cosas de raíz para evitar la inevitable bancarrota del socialismo. Estos estratos ilustrados percibía con claridad que se necesitaban cambios drásticos para que la URRS pudiera seguir oficiando como una superpotencia. Era clara una cosa: los Estados Unidos, junto a las potencias occidentales, había podido salir con rapidez de la crisis económica de los 70’s, ingresando a toda velocidad a ese nuevo escenario de la economía mundial que se produce cuando adviene la globalización. Mientras esa parte del mundo se ponía en sintonía con lo más reciente, lo propio pasaba con China, que estaba empujando desde hacía tiempo su propia reestructuración profunda destinada a producir una reconciliación entre la estructura centralizada de una economía planificada y los requerimientos de una economía sumamente competitiva, que se desenvuelve plenamente dentro de los margenes del capitalismo (flexibilidad con centralización).

La URRS necesitaba seguir el camino de los chinos. Para apurar ese cambio, Gorvachov empujó dos grandes transformaciones, de resultados francamente desastrozos: la Glasnost (política de trasparencia o liberación de la información que miraba al establecimiento de un estado democrático, con imperio de la ley, libertades, poniendo fin al sistema de partido único, exigiendo la separación del partido respecto del estado, alentando el surgimiento del poder de los soviets, de asambleas legislativas regionales) y la Perestroika (reestructuración de la economía centralizada en torno a los principios de la libre competencia).

El problema fue muy sencillo. Al empujar la glasnost, se debilitó a la única instancia de poder que podía dirigir a todas estas naciones independientes, a la única que, por otra parte, podía conducir una reforma: ese partido comunista dictatorial, que imponía su poder con fuerza en todas partes, actuando como factor de aglutinación.

¿Qué había en común entra las numerosas naciones que conformaban la URRS? Solo esta partido dictatorial, solo ese ejército, sólo los organismo que ejercían la planificación central, solo la policía política. Al destruir esta dictadura de partido, la URRS se quedó sin nada.... porque nunca hubo un proyecto alternativo de reemplazo para el comunismo.... a pesar de lo corrupto, de lo ineficiente, el sistema de partido único hacía funcionar el sistema. Al pasar el poder del partido al estado, lo que sucedió fue sencillamente que se dejó el poder en el territorio de nadie.

Lo concreto es esto: cuando las fuerzas espontáneas de europa oriental (Hungría, luego Alemania) derribaron solas el muro de Berlín, ya no estaba gobernando nadie la URRS... fuerzas espontáneas habían disuelto todo estructura posible de poder... ya nadie obedecía a los soviéticos....

Las naciones comenzaron a zafarse del bloque. Luego esta confederación tuvo que avanzar al único destino viable: la total dispersión, consumada en años, acaso en meses. Todo el mundo socialista en el suelo.....

Había terminada para siempre la trayectoria de los socialismos reales. El mundo se veía confrontado a una disyuntiva única: por primera vez un solo sistema –la democracia, con el capitalismo al lado– dominaba en cualquier parte. Parecía haberse consumado esa expectativa occidental que Fujuyama había sincerado en un libro muy popular: la llegada del fin de la historia, cuando occidente se queda sólo, cuando la democracia se queda sola, cuando no hay ninguna alternativa al frente de ese mismo capitalismo que Marx había querido sepultar con sus escritos hace algún tiempo.

La izquierda en la cultura

El modelo de la guerrilla tercermundista inspiró movimientos guerrilleros que florecieron en el seno de las propias sociedades opulentas (Brigadas Rojas, IRA, ETA, FPMR), en un clima de apología general a favor de la violencia, que era considerada como el único vehículo para liberar a los oprimidos de sus cadenas (todo tipo de opresión, no solo las que pensaban los viejos izquierdistas, incluida, por ej., la opresión inter-generacional, la opresión de las costumbres, de tipos canonizados de arte), que envolvió a todas las mentes más alertas. Se expresó también en objetivos y banderas muy concretas: los grupos contestatarios del primer mundo financiaron directamente a las guerrillas de los países del sur; dieron impulso a movimientos a gran escala en rechazo de la carrera armamentista, de las armas nucleares (hoy en día, rechazo de la globalización); impulsaron movimientos pacifistas que se oponían al envío de jóvenes a Vietnam o en cualquier otro rincón del sur (hoy, en Afganistán o en Irak).

Todo ello traducía una tesis mucho más amplia, que cruzó en forma transversal a la izquierda del primer y el tercer mundo (mucho menos a la del segundo mundo), que se hizo corriente en la década de 1970: la convicción de que solo podría lograrse una emancipación general en el planeta (incluido el primer mundo) una vez que la periferia explotada y dependiente lograra su propia emancipación de la tutela implacable que siempre había ejercido el centro dominante...

La verdadera libertad y justicia social llegaría, en el norte, luego de que se produjera una reversión en los circuitos: el tercer mundo que había sido primero conquistado por el primer y el segundo mundo, ahora sería el conquistador. Su rebeldía de periferias lograría lo que la izquierda de los países avanzados no podía lograr por si misma, debido a la ausencia en esas sociedadades de masas de descontentos disponibles para participar en acciones colectivas capaces de transformar un ‘sistema mundial’ deficiente, ignominioso, pero muy potente..... todo eso se desencadenaría luego de que los guerrilleros del sur lograran anotarse más éxitos como los de los vietnamitas que habían podido derrotar a la principal potencia del mundo o el que más tarde se va anotar Osama Bin Laden.

La “teoría de la dependencia” con que comulgaban estos contestatarios del mundo burgués, estas ideas progresistas que hicieron época entre los jóvenes (que se miraban en el espejo de la revolución tercermundista) no modificó sustantivamente el paisaje político que ofrecía el planeta, no afectaron en nada al sistema, lo mismo que las antiguas ideas socialistas (vencidas por el capitalismo). Pero si tuvieron una efectividad acotada, a medida que lograron prender con una vitalidad sorprendente en el mundo universitario, transformando todos los paradigmas vigentes.

Porque todo eso se daba al mismo tiempo que tomaba forma un nuevo tipo de rebeldía que dejó, al cabo, resultados mucho más visibles de los producidos por la guerrilla, sólo que en ámbitos distintos a los que los antiguos radicales habrían supuesto o deseado (más en el terreno de las ideas, que en el de la tangibilidad de lo social).

A fines de la década de 1960 la expectativa de la clásica revolución social a través de una insurrección de masas había desaparecido completamente en occidente. Las democracias capitalistas se veían bien consolidadas. Sin embargo, en los dos últimos años de esa década (en Chile incluso un poco antes) una ola de rebelión estudiantil recorrió los campus universitarios de los tres mundos. Primero fueron cientos de miles de estudiantes embravecidos, luego fueron millones. Hay un buen capítulo en la Historia del siglo XX de Hobsbawm sobre esto.

Unas ideas acerca de lo más visible.

Estos movimientos prendieron como una llamarada porque se pudieron dar en un escenario mucho más propicio que aquel en que tenía que desenvolverse el proletario o el guerrillero: en cómodos campus universitarios y en los espacios atractivos en que se mueve cultura más sofisticada que consume la elite intelectual. No era tan fácil reprimir allí a contestarios de buenas familias, en el corazón mismo de la modernidad, como si lo había sido con los obreros rebeldes en los planteles mineros (matanza de Santa María, etc), con guerrilleros que se movían en los mundos campesinos inaccesibles de la selva boliviana o Neltume, en Chile...

La gracia de estas movilizaciones es que comprometieron un número sin precedentes de personas, de todos los países. Fueron sin dudas más masivas e internacionalistas de lo que fueron todos lo brotes contestatarios anteriores, casi siempre muy focalizados.

Hay que recordar que la educación superior era, antes de la Segunda Guerra Mundial, un privilegio de las elites. El estudiante universitario era un dato marginal en la sociedad que casi ni se veía (salvo en Estados Unidos, que fue el primer país en contar con un mundo universitario a gran escala). En los años que interesan a este curso, esa realidad cambió de manera severa. Entre 1960 y 1980 la población universitaria multiplicó entre 5 y 10 veces en todos los países (salvo en China, gracias a ese acto irracional llamado la “revolución cultural”). El caso chileno es ilustrativo. A mediados del siglo XX había cerca de 10.000 estudiantes universitarios. Hoy en día esa cantidad se acerca a los 700.000. ¡En un país de apenas 16 millones de habitantes! (que no destaca precisamente por el tamaño de su estudiantado universitario). Pasamos de cientos de miles de universitarios, a varios millones.

Todos querían que sus hijos entraran a este mundo. Porque la educación superior se había convertido en la gran ventana para el ascenso social.... la expansión economica mundial estaba permitiendo que muchísimas familias de clase media, media baja, e incluso del mundo de los trabajadores, pudieran permitirse que algunos de los suyos dejaran de ser generadores de trabajo o de ingreso para la familia y se convirtieran en estudiantes de tiempo completo (o parcial).

Para educar a esta masa incontenible se necesitaba muchas más universidades y muchísimos muchos más docentes de los que el mundo universitario había conocido nunca. Ya no eran una elite ultrasofisticada, sino más bien un gran ejército, medianamente preparado, que contaba con enormes beneficios para realizar su trabajo de docencia e investigación (nunca hubo tantos recursos para hacer avanzar la ciencia y la tecnología). Más magister, marejadas de doctores, en las especialidades más diversas, algunas completamente bizantinas....

Las universidades del primer mundo se la pudieron con este desafío. Las del tercer mundo con rezago (y mala calidad), las del segundo mundo apenas... pero lo estamos intentando...

Estos universitarios nuevitos (la mayor parte de los cuales pertenecían a la primera generación con estudios superiores) formaron un grupo bastante uniforme, trasnacional, que compartía montones de valores comunes.

Muchos de estos jóvenes (aunque no todos, por cierto), producto de la época que les tocó vivir (una época de profundos cambios en todos los planos), fueron radicales. Querían cambiar el mundo y estaban dispuestos a organizarse (incluso los más tibios, los más partidarios del status quo, también prolongaban parte del radicalismo de su epoca, en el vestuario, los gustos musicales, la valoración de la libertad sexual..). Pero sus revoluciones soñadas eran distintas a las de sus padres y sus abuelos: no mostraron interés en derrocar gobiernos y tomar el poder para instalar socialismos reales (aunque a veces lograron resultados políticos importantes). Lo que les interesó fue empujar una gran reforma universitaria, que permitiera modernizar instituciones que habían nacido para formar minúsculas elites de privilegiados.

Los estudiantes quisieron terminar con el sesgo conservador y elitista de las universidades. Quisieron abrirlas a una participación más activa de todos los estamentos a través de un movimiento planetario que comenzó en el París de mayo de 1968, y se extendió luego a casi todo el mundo, includo, por cierto, nuestro país (donde, dicho sea de paso, la reforma universitaria ya había comenzado hace rato).

Las protestas universitarias prendieron en todas partes. Se trataba de cambiarlo todo, para partir de un nuevo principio. Intención típicamente juvenil, con poco sentido práctico.

Las actuaciones de los jóvenes radicales a veces arrojaron resultado políticos directos. Los jóvenes botaron algún ministro, empujaron el éxito de algún presidente. Pero los verdaderos efectos de la movilización juvenil se hicieron tangibles en un terreno muy distinto al del izquierdista clásico, interesado ante todo en lo político y lo económico, un izquierdista que siempre había mirado por encima del hombro el dominio de la cultura.

La vía guerrillera hizo época en los movimientos progresistas o contestatarios, entre los músicos, los jóvenes, los disidentes culturales, como no lo había hecho ninguna moda intelectual anterior. La foto barbada del “che”, la imagen de Ho Chi Minh, el guerrillero que había derrotado a Estados Unidos, se transformaron en íconos. Esta simbología emergió en Woodstock o en Piedra Roja, en el territorio del arte, en todas las manifestaciones contraculturales que se dieron en occidente.

En los espacios públicos de casi todos los países occidentales quedó un lugar que antes no existía para un nuevo tipo de movimientos, que reflejaban sensibilidades que los viejos partidos progresistas o los sindicatos no sabían cómo asimilar: moviemientos feministas, orientalistas, ecológicos, anti-stress (contrarios a la vida tan alienante de las ciudades), solidarios con el tercer mundo, de protección del consumidor, etc. Todos ellos tenían en común una misma intención general: rechazo de la acción deshumanizada de los gobiernos conservadores y de las grandes compañías transnacionales. Rechazo, al final, de todo ese mundo diseñado por sus padres, luego del término de la guerra.

Porque, al final, el núcleo central de la protesta tenía un carácter intergeneracional que se instanciaba más en el lucha en la arena cultural que en la propiamente política: la lucha de este nuevo grupo social nos dejó como herencia los frutos de una gran revolución en las costumbres, cuyos efectos todavía nos envuelven.

Las banderas de esta contestación, pues, eran la libertad para tener sexo, para vivir de manera distinta la vida familiar, para tener otro tipo de relaciones interpersonales, para poder conectarse de manera más fraterna con la naturaleza, los animales, para explorar nuevas formas de goce y creatividad estética. Las armas de esta lucha intergeneracional fueron distintas a las usadas por los guerrilleros: se movilizaron a través de la música (el 80% de la producción discográfica del periodo era consumida por jóvenes, fundamentalmente rock), de la ropa, de la conducta, para lograr que se reconociera su existencia como realidad social. En el mundo antiguo existían niños, adultos y viejos, la juventud era considerada como una simple etapa preparatoria para llegar al mundo adulto, donde estaba la parte culminante en el desarrollo de la persona. La juventud quiso cambiar eso: quiso convencernos de que su momento era el de la plenitud, mirándose en el espejo que le ofrecían artistas o gente influyente que hizo grandes cosas en la juventud, desapereciendo físicamente en cuanto comenzaban a llegar las arrugas y el sentido práctico. Héroes como el poeta maldito, estilo Rimbaud o como ese músico de rock, que se vuelve una divinidad popular muy jóven, y luego se suicida con drogas, antes de llegar a la adultez (Jimmy Hendrix, Janis Joplin). Héroes como el presidente Kennedy o el mismo che Guevara, que cultivan por ese espíritu lozano e idealista que sólo tienen los jóvenes, en tanto distintos de esa gerontocracia que se repartía el poder en la época de un Churchill o un Stalin.

Surgió, una curiosa cultura que diviniza la juventud: la mejor expresión de esto es la alta valoración que adquiere el deporte, una actividad completamente reservada a los jóvenes, que nos regala los héroes más sobresalientes desde entonces, jóvenes de ambos sexos que se vuelven célebres por su habilidad para manejar pelotas de distintos tamaños (luego a las modelos o a los actores).

Uno de los efectos más imprevisibles de este nuevo tipo de lucha (lucha intergeneracional, mucho más que lucha de clases) fue la revitalización del marxismo en el mundo occidental.

Muchos de los jóvenes que formaban parte de este ejército de pelo largo (de varios millones) fueron radicales, en un sentido amplio. Radicales para vivir, para soñar, para luchar. Una parte de esos radicales redescubrió el legado de la revolución socialista. Esto señaló un cambio notable.

¿Quién leía a Marx, realmente, en todo el mundo, antes de este boom universitario? Uno que otro miembro de una célula sumergida de guerrilleros (Fidel Castro, por ejemplo, no lo hacía, tampoco mucho de los miembros de la izquierda más dura del tercer mundo), los ideólogos que dictaban cátedra en los socialismos reales. Pero nadie más.

El movimiento estudiantil logró transformar este consumo minoritario de teoría anti-capitalista, casi inexistente, en una verdadera moda en las distintas casas de estudio: los estudiantes rebeldes buscaron en las ideas de los viejos luchadores inspiración para su rechazo del mundo tradicional de sus padres y abuelos.

Era un marxismo bien distinto del conocido hasta entonces. El obrero, el dirigente sindical, el periodista de trinchera, el soldado de la revolución, no era un teórico. Conocía el marxismo de manera vivencial, más que teórica. Porque su papel no era pensar el sistema capitalista, sino tumbarlo. Para eso no se necesitaba un análisis sofisticado, sino gran determinación y muy buenos martillos.

El nuevo marxismo floreció en un ambiente muy distinto, en la comodidad de las aulas de las universidades más encopetadas de Francia y Estados Unidos: tuvimos marxistas sesenteros como los postestructuralistas (Foucault o Derrida), como los filósofos pragmáticos norteamericanos (Richard Rorty o Hayden White). Su mirada de la realidad era delicada y compleja. El marxismo dejó de ser una filosofía para hacer vida (para mover a la gente a luchar por el cambio) y se transformó en una ultrasofisticada manera de mirar las realidades fragmentarias e inseguras de la postmodernidad.... en la misma medida que se transformó en un instrumento muy sensible y delicado para penetrar en la realidad humana, fue perdiendo parte de su potencial político....

Muchos de estos marxistas de aula, bohemios, sensibles, cultos, que a veces eran representantes de minorías sexuales, que sumaban a su trabajo intelectual tipos de luchas que Marx no habría imaginado ni querido (p. ej., a favor de la ecología, de la diversidad cultural, etc), optaron por poner su mirada en los viejos partidos de izquierda, que se habían vuelto una máquinas pasadas de conservadurismo obrero.

Gracias al aporte juvenil y gracias al aporte de los nuevos marxistas universitarios (sus profesores), los PS y PC de distintos países pudieron tomar una nueva vida en muchos países. Se llenaron de artistas, de intelectuales, de científicos, de las mentes y las consciencias más sofisticadas, más abiertas, más vanguardistas. La oleada juvenil y universitaria, pues, aterrizaba en el mundo social más clásico, socavando a esas fuerzas por dentro, haciendolas más livianas, genuinamente progresistas, abiertas al cambio. Lo mismo pasó con las fuerzas políticas de centro: el entusiasmo juvenil caló en los partidos progresistas de centro, provocando drásticas redefiniciones en el espectro político completo.

El caso chileno aporta un ejemplo muy claro. La DC logró llegar a la Moneda en 1964, bajo la promesa de empujar una “revolución en libertad”. Inspirada en los mandatos de la propia Iglesia, los DC se esmeraron por transformar los aspectos más duros del capitalismo, en una sólida propuesta social-cristiana. Hubo un apoyo masivo a las organizaciones sindicales, a los centros de madres, organizaciones intermedias. Se puso en ejercicio programas sociales de magnitudes no vistas (salud, vivienda, educación), también una profunda reforma agraria. Estos cambios comportaban la realización de metas de cambio que nadie se habría soñado. Con la oposición previsible de la izquierda y la derecha. Pero también de una impensable oposición interna: casi toda la juventud DC se unió en su crítica a Frei (acusadolo de no ser capaz de ir mucho más lejos de su programa, consumando el sueño de una verdadera revolución en libertad). Los jóvenes abandonaron masivamente el partido, seducidos por la esperanza marxista que les ofrecía Salvador Allende. Formaron dos nuevos partidos: el Mapu y la Izquierda Cristiana, ambos luego dejaron su propio mundo y se sumaron al proyecto marxista (y anticristiano) de la UP.

Una parte de los estudiantes y de los universitarios neo-marxistas fueron un poco más allá durante la década de 1970. Sus propuestas filosóficas, científicas o estéticas se plasmaron en minúsculos movimientos culturales de vanguardia que se sentían mucho más cómodos funcionando en la clandestinidad. Allí, en esos espacios marginados de ejercicio intelectual, algunos de estas células se dejaron seducir por el ideal guerrillero, y se fueron aproximando, de manera peligrosa, al leninismo. El ejemplo paradigmático: Sendero Luminoso (profesores y estudiantes de la Universidad de San Marcos, que elaboran un discurso maoista, dando vida a un tipo ultrasofisticado de guerrilla: lean “La historia de Mayta” de Vargas Llosa).

El efecto de esto fue la propagación de una serie de minúsculos “ejércitos rojos”, de vaga inspiración bolchevique o maoista (o muchas otras cosas... siempre intelectualmente sofisticadas), que funcionaban en la clandestinidad, gracias a complejas redes de colaboración, de tipo internacional. No eran dos o tres muy importantes, sino millares de pequeñas células extremistas de los tipos más diversos. Estas redes internacionales de complotadores, cuyo modelo fueron las brigadas rojas italianas o el IRA irlandés, casi siempre infliltradas por los servicios secretos de los países del primer mundo (muchas de ellas apoyadas con estusiasmo por los grandes enemigos de occidente, en el mundo del socialismo real y, sobre todo, por los estados árabes, empeñados en llevar adelante una yihad anti-occidental sobre la que les voy a hablar luego), fueron el motivo para que muchos estados occidentales, incluido Chile, decidieran apoyar unas impresentables “guerras sucias”: en la década de 1970, una decada de subversión subterránea y clandestina, se propagaron las policías políticas, se generalizó el uso de la tortura y el contraterror. Todas estas infamias, que se estrellaban frontalmente contra los valores de occidente (algo menos con los valores vigentes en el segundo y tercer mundo) motivaron una profunda autocrítica que se tradujo, en la década siguiente, en el germinar de un nuevo frente de lucha: la lucha a favor de los “derechos humanos”, que fue el contradiscurso que transformó a Pinochet y Mirosevic en sus blancos y modelos favoritos.

jueves, junio 21, 2007

La guerra de guerrillas: la izquierda en el tercer mundo

La capital del progresismo más radical se trasladó, en el periodo que estamos estudiando (1945-1990), desde las comodidades materiales del norte del mundo, a la parte más jóven y políticamente inestable: aquella que vivió los efectos de la descolonización, de la explosión demográfica, de la crisis terminal de la agricultura.

Pero la revolución que comenzó a darse en el sur, alimentando los sueños de los izquierdistas de cualquier parte, no era la misma revolución que conocíamos. La guerra de clases en Latinoamerica, Africa y Asia no es una acción de masas, un enfrentamiento a gran escala de proletarios o campesinos, liderados por una vanguardia consciente, contra el estado capitalista. Tampoco es el resultado un poco forzado (bastante forzado, en realidad), luego de la ocupación de Ejército Rojo. La izquierda radical emprende otro tipo de guerra, la guerra de guerrillas.

El fenómeno es claramente tercermundista. En los 70’s se hizo un catastro de las mayores guerrillas operativas a contar de 1945. Se registró un total de 32. Todas ellas se localizaron en el tercer mundo, salvo tres (una en Grecia, otra en Chipre y la tercera en Gran Bretaña).

¿Homologables a las revoluciones de los comunistas? Para nada. Los soldados de estos ejércitos irregulares minúsculos son pequeños grupos de jóvenes liderados por una figura magnética (el paradigma es el “che”), que se van a la sierra o a los muladares que rodean de miseria las ciudades y realizan allí acciones de tipo terrorista, con el propósito de dar inicio a un lucha contra los poderes establecidos. Son propiciadores de movimientos revolucionarios. No son ellos mismos parte de una acción masiva, de una genuina revolución popular.

El guerrillero no es el pueblo, no es parte del pueblo, tampoco no actúa, directamente, en nombre del pueblo. Se trata, casi siempre, de jóvenes de clase media, de origen urbano, con formación universitaria (acompañados por uno que otro miembro de la clase trabajadora, uno que otro miembro de los estratos más bajos de la clase media), que actúan, en cierto modo, a espaldas del pueblo... un “pequeño núcleo de iniciados” que realiza la tarea conspirativa en medios en donde hay un pueblo indignado, que no logra ser consciente de las razones de la injusticia que lo solivianta.... los iniciados logran aprovechar esa indignación subyacente del oprimido, que no sigue, por sí misma, una dirección definida; logran canalizarla hacia direcciones que sean útiles al logro de objetivos políticos que traerán al oprimido la libertad y la justicia, un orden social mejor; una clase de orden que ellos necesitan aunque no sean del todo conscientes de ello.

Estos soldados de fuerzas pequeñas e irregulares, que atacan de noche, sin detenerse en pudores de ninguna clase, que colocan bombas, que asesinan culpables, deben someterse a una disciplina estricta, pero no es esa prusiana de los burgueses.

¿Cuál es el objetivo político de su guerra informal?. El guerrillero “es un reformador social. El guerrillero empuña las armas como protesta airada del pueblo contra sus opresores, y lucha por cambiar el régimen social que mantiene a todos sus hermanos desarmados en el oprobio y la miseria. Se ejercita contra las condiciones especiales de la institucionalidad de un momento dado y se dedica a romper con todo el vigor que las circunstancias permitan, los moldes de esa institucionalidad” (palabras del Che Guevara).

No se trata de botar regimenes capitalistas, como pudo haber interesado al socialista europeo, sino de acabar con tiranías, del tipo que sea. Por ejemplo, las tiranías de las potencias colonialistas que se resisten a liberar las naciones sometidas. Hay algo titánico en este enfrentamiento, porque siempre se da en condiciones de desigualdad. También una estética hippie que es muy seductora.

El guerrillero casi nunca es campesino, está visto. Pero el teatro de operaciones más propicio para su acción política y militar es el que ofrece el campo.

Hay convicciones tácticas detrás de esta opción. El guerrillero no puede triunfar en cualquier parte. El sabe qu que es parte de una minoría insignificante, que los brazos del orden que rige son poderosos, que las fuerzas militares formales los superan sin contrapeso. Necesitan, por lo mismo, pensar en condiciones que sirvan como contrapeso para esta desventaja inicial.

Lo primero es elegir bien el lugar. No se necesita que allí esté muy presente la izquierda organizada. Solamente que existan condiciones oprobiosas, que desgarren a la sociedad en sufrimientos infinitos..... Para que su movilización de paso a una auténtica revolución debe hacerlo sobre un terreno abonado, en países, en continentes, que estén maduros para la revolución (como latinoamérica), porque allí las injusticias son extremas, porque las diferencias etnicas, sociales, culturales y económicas superan lo soportable, porque la explotación imperialista es más que bárbara. En estos lugares calientes (otros, distintos a los prespuestos por Marx y los europeos, que tenían en mente las partes más avanzadas), teoriza Regis Debray (la mente que puso conceptos claros al tipo de acción espontánea que se propagó por el tercer mundo), usando como modelo el caso cubano, pueden bastar pequeños grupos de elite, bien armados, disciplinados, sólidamente comprometidos con su misión de redención, con tal de que sepan usar bien sus ventajas tácticas.

Urgente agregar un complemento. Es en países calientes donde tiene sentido dar los pasos iniciales, en este proceso de acumulación de fuerzas. Se necesita, también, sembrar los primeros fuegos de la guerrilla en zonas protegidas por la geografía, por la distancia, donde sea posible construir redes logísticas de apoyo que se sustancien en la ira de los habitantes más desprotegidos del tercer mundo (esos campesinos sin tierra, hambrientos, que con suma facilidad pueden sumarse a las primeras fuerzas, que son lo que más abunda en estos países). Se necesitan lugares dónde sea posible atacar de noche, por sorpresas, sin límites de ninguna clase, en las sierras, en los lugares más aislados del campo, luego replegarse con facilidad, ocultarse. En lugares inaccesibles las operaciones de los ejércitos regulares, siempre mucho más poderosos en equipamiento y en números, se hacen suficientemente dificultosas como para que pueda producirse un cierto empate. En esos lugares protegidos por la geografía, el núcleo de iniciados puede ganarse el apoyo de los campesinos con los cuales se está haciendo vida. Así se afirma este momento inicial de la revolución, un pequeño foco guerrillero que no es fácil de apagar, y que sigue vivo precisamente por el apoyo del campesino (que protegue al guerrillero, que lo alimenta en silencio, que le dona, a veces, algunos hombres...).

Si el foco logra durar lo suficiente, y estamos en un país ‘maduro’, es posible pasar a lo siguiente. El foco desencadenará, en el momento apropiado (acaso mucho después), un movimiento de masas, que permitirá controlar territorios amplios, botar gobiernos, imponer mandatos que favorescan el interés del pueblo.

El campo es la opción preferida por la guerrilla, pero no la única. También puede crearse focos en las barriadas populares de las grandes ciudades, guerrillas de gueto: en Lima, como lo hizo Sendero Luminoso, en guetos miserables, como sucedió con los Panteras Negras en Estados Unidos, con las guerrilas palestinas en los campos de refugiados, con el IRA en el Ulster. Allí la guerrilla puede nutrirse, ya que no de campesinos sin tierras, de los niños botados en la calle, que viven bajo los puentes, de la barras bravas, de movimientos estéticos y culturales de marginados, de minorías discriminadas.

La gracia de las guerrillas urbanas es que resulta más fácil armarlas, porque no se necesita contar con el apoyo de las masas campesinas. Basta con que la célula tenga un mínimo de simpatizantes, un mínimo de financiamiento, para poder emprender acciones muy efectivas, con mucha más publicidad de la que recibe el guerrillero que actúa en el campo. Bombas en lugar públicos, asesinatos muy sonados (como, por ejemplo, el del primer ministro Aldo Moro, ajusticiado por las brigadas rojas en 1978).

Caso notable es el que ofrece Osama Bin Laden, con su perfomance espectacular del 11 de septiembre.

Este tipo de guerrilla urbana, toma el nombre del terrorismo, que nos resulta tan conocido hoy en día, gracias a Bush. Pero es lo mismo descrito, con una denominación distinta.

¿Qué resultados trajo la revolución a través de la guerrilla en el tercer mundo?

Los dividendos de estos revolucionarios fueron escasos. Fidel logró ganar la revolución casi por suerte (el gobierno de Batista apenas se sostenía, bastó la acción bien afortunada de uno de los muchos grupos de complotadores para afirmar un foco que se ganó rápido un apoyo masivo de los campesinos). Fue un asunto de suerte, más que el mérito del tipo de táctica empleada. Esto quedó en evidencia con todos los otros guerrilleros, que les fue entre mal y peor. Casi todos los seguidores de Fidel, Trotsky y Mao fracasaron de inmediato, pagando con su vida. Cuando lograron formar focos, fallaron en propiciar revoluciones: sus arriesgadas acciones nunca prendieron en las masas, nunca tumbaron gobiernos, nunca lograron, al final, provocar cambios en las estructuras de sus países.

A todos los “focos” guerrilleros les pasó, al final, lo que al “che” en Bolivia, o a los jóvenes del MIR en la localidad de Neltume, entre 1980 y 1981.

La única excepción importante fueron los puntos que se anotaron los guerrilleros de Vietnam, que lograron derrotar a la principal potencia del mundo, luego de una larga guerra irregular.

Los cambios revolucionarios, pues, no llegaron por ahí, más allá de una que otra excepción. ¿En qué se afirmaron, sino en este tipo de revolucionarios? En Latinoamérica, por ejemplo, fueron mucho más fértiles las acciones de políticos progresistas, inspirados en el modelo soviético (como Salvador Allende) y sobretodo, las dictaduras militares, que hoy día tienen tan mala fama: las fuerzas armadas, que se tomaron los países por muchas décadas, aplicaron sin ninguna restricción reformas agrarias, programas de industrialización forzada, además de variantes tercermundistas de las purgas (como Velasco Alvarado). Esto fue así incluso en el caso de dictadores ultraderechistas (como Pinochet, que terminó siendo acaso más revolucionario que el mismo Allende).

Sumando y restando, el balance que arrojó el radicalismo revolucionario es completamente decepcionante.

El mundo siguió tal cual. Las oleadas sucesivas de radicalismo de izquierda no cambiaron nada importante. El capitalismo y la democracia liberal siguieron más vivos que nunca, convertidos en los principales factores de transformación en el mundo en las últimas décadas del siglo XX. Su fuerza histórica incontrarrestable se ha potenciado a raíz de la globalización: las finanzas se mundializan, prende la lógica trasnacional en el mundo de las empresas, surge una tecnología capaz de conectarlo todo, todo lo cual colabora a que se extienda, sin freno, la lógica democrática, que es la más ajustada a la textura cambiante de lo postmoderno (abarcando incluso zonas en que la lógica democrática aplica muy mal con la realidad de lo local).

El capitalismo y la democracia no solo han demostrado su efectividad histórica en los terrenos que le eran propios. Lo han hecho también, con resultados sorprendentes, en el dominio mismo que la izquierda consideraba como propio. No han sido las revoluciones las que han permitido mejorar el estandar de vida de la clase trabajadora en los países que muestran indicadores sociales alentadores. Las mejoras han estado asociadas, más bien, a los ingrementos en la producitividad y al reformismo socialdemócrata, que es la manera capitalista de corregir los defectos del modelo.

Todos los proyectos políticos alineados con las vigas maestras de la receta soviética, todas las experiencias revoltosas del tercer mundo, terminaron estrellándose con el resultado más evidente de todos: el capitalismo era mucho más fuerte de lo que la izquierda (de arriba o de abajo) pensaba; lo mismo que su cara institucional, la democracia.

¡Las vueltas de la vida!

Los rebeldes de la segunda mitad del siglo XX, ya vemos, no afectaron seriamente el sistema, no lo botaron, como habría querido. Pasó, más bien, todo lo contrario: la izquierda fue la que se vino al suelo, luego de precipitarse en un colapso apurado que dejó a todo el mundo soprendido.

Las formas tercermundistas de contestación, podemos concluir, tuvieron el mismo destino infausto que las formas tradicionales, de los antiguos radicales del norte (no lograron iniciar movimientos masivos de liberación que terminaran con todas las formas de opresión, no lograron cambiar el orden ni dentro de los países, ni al interior de las regiones, ni menos en el planeta). Pero es importante cerrar esta nota con una matización importante: el fracaso de la rebeldía de las generaciones de jóvenes que tomaron el relevo en estas décadas sólo puede ser juzgado como tal dentro de marcos de discusión de la antigua izquierda: una izquierda que miraba que quería resolver los nudos gordianos de la historia mirando la realidad desde el punto de vista de la lucha de clases, una izquierda obsesionada con lo que pasaba a los estados nacionales (que transforma al estado en el factor central de toda propuesta de desarrollo, de toda igualación social), una izquierda que quería socializar medios de producción, como si las ventajas y desventajas se jugaran siempre en la arena tangible de lo más directamente material, como si los principios de la coerción operaran solamente desde dentro de las esferas más directamente evidentes del poder..... una izquierda que no tomaba en cuenta la importancia que tienen formas más delicadas de sometimiento, como las que se concretizan en el lenguaje, en los paradigmas normales de las ciencias y el arte, en las formas diversas que ofrece la cultura; una izquierda que no sabe juzgar, por lo mismo, la potencia fértil del progresismo que alimenta los cambios culturales, que se enriquece a partir de los enfrentamientos intergenaracionales, que se nutre, efectivamente, de las energías que provienen del fondo multicolor de lo social.

En las esferas evasivas de lo cultural, los triunfos y las derrotas tienen que ser matizados. Dejo esa tarea para otra nota.

Las superpotencias y la revolución tercermundista

El norte del mundo llevó la voz cantante en la lucha por la transformación de la sociedad, por siglos. Los europeos, los norteamericanos, los mismos rusos, empujaron al mundo hacia el cambio social y la revolución, por distintos caminos, con resultados divergentes. En algún rinconcito de la historia del siglo XX, el izquierdismo del norte se apagó por completo. Las voces del cambio radical se quedaron mudas. Mientras eso sucedía, en el ámbito que ha interesado al diálogo que ha desarrollado este curso, le ocurrió lo contrario. El centro de la revolución se fue desplazando hacia el sur...

Este desplazamiento no se dio gratis. Veamos eso.

El tercer mundo difería de manera clara respecto del primer y el segundo mundo, en un aspecto específico: el tercer mundo se transformó, entre 1945 y 1990, en la zona más caliente del mundo, la única realmente caliente. El primer mundo se estabilizó gracias a la guerra fría. Allí ya no hubo grandes crisis internas, ni externas. Todo fue paz, tranquilidad y sobretodo progreso. Algo similar sucedió en el segundo mundo. Cualquier foco de inestabilidad interna o externa fue apagado por bota pesada Stalin y sus sucedores (dueños de la política soviética hasta 1985). La paz, la estabilidad y un bienestar relativo llegaron impuestos desde arriba, a la fuerza. Pero llegaron, de manera irrebatible.

El tercer mundo se convirtió, en cambio, en lo que Hobsbawm ha llamado “la zona mundial de revolución”, realizada o posible. La verdad son contadas las naciones que no pasaron por una revolución o un golpe de estado (para inducir la revolución o para evitarla).

El potencial revolucionario del tercer mundo le sentó muy mal a las superpotencias, que demostraron estar mal preparadas para asumir el papel que el destino les puso entremanos.

Eso fue claro en el caso de Estados Unidos. Los gobiernos sucesivos que condujeron los destinos del país en el periodo miraron la efervecencia tercermundista con máxima preocupación, sin saber interpretar muy bien las realidades que les mostraba el mundo de allá afuera. Cualquier foco de instatabilidad, cualquier desorden, cualquier intento de cambio, fue considerado como sinónimo de comunismo: sino acción directa de los soviéticos, por lo menos la posibilidad de que los desórdenes pudieran ser aprovechados, en algún momento, por los comunistas.

El principal responsable de esta visión maniquea de la política internacional fue el sucesor de Roosevelt, Harry Truman. Truman reemplazó al mandatario fallecido, completó su periodo y luego fue elegido presidente en 1948. Ni el nuevo mandatario (ni el país) parecía estar preparados para administrar su trofeo: el enorme imperio que quedó en sus manos luego de la guerra. Gobernó con escasa popularidad, dedicado a apuntalar la economía de la postguerra. Lo notable es que este mandatario conservador hizo del anticomunismo uno de los elementos vertebradores de su política interna.

Al anticomunismo de estos años era reflejo de la crisis política del país, tanto como respuesta a la Guerra Fría. Se reflejó en una extraña cacería de brujas, que estalló en 1946, impulsada por el senador republicano de Wisconsin, J. R. McHarty, destinada a evitar la penetración del comunismo en suelo norteamericano. El motivo de esta cacería fue la evidencia de que algunos funcionarios canadienses del estado habían pasado secretos nucleares a los rusos. A partir de 1947 la administración Truman inició la búsqueda de posibles comunistas infiltrados en el mundo escolar, entre los trabajadores, funcionarios, escritores, actores de Hoolywood. Las peores predicciones de estos fervorosos enemigos del comunismo, que ustedes vieron reflejadas mucho después en las actitudes de los miembros de las juntas de gobierno latinoamericanas, parecieron verse confirmadas cuando se descubrió que Alger Hiss, un alto funcionario del gobierno, era espia ruso, el año de 1949, precisamente el año en que Mao Tse Tung lograba imponer la revolución en China e iniciaba la invasión del sur de Corea (dando inicio a la impopular guerra de Corea). En 1951 fue aprobada la ley de Seguridad Interior del Estado que facilitaba la persecusión de posibles comunistas. Este marco jurídico permitió que, en 1953, fuera ejecutado un matrimonio judío acusado de espionaje, sin que hubiera pruebas suficientes (caso de los Rosenberg)... Se desató una completa histeria. Miles de ciudadanos fueron denunciados, hubos masivos despidos por sospechas, centenares de imputados de simpatías marxistas fueron encarcelados.

Esta histeria anticomunista se atenuó, en el plano interno, cuando llegó a la Casa Blanca otro republicano, D. Eisenhower, general destacado en la guerra, que ocupaba el cargo de comandante en jefe de la OTAN, en el año de 1953, el mismo año de la muerte de Stalin. En realidad, más que atenuarse, el anticomunismo de la administración anterior fue redireccionado: la caza de brujas comenzó a proyectarse hacia fuera, transformando a esta potencia en un factor desestabilizador grave de distintas zonas del planeta, generando sentimientos de profunda antipatía en muchos de los países recién nacidos, producto del proceso de descolonización (que vieron en la política exterior norteamericana la concresión de una intención imperialista descarnada).

Estados Unidos hizo todo lo imaginable (y lo inimaginable) para combatir el peligro comunista. Uso la ayuda económica, usó la propaganda, apoyó a militares golpistas, extrañas dictaduras de derecha o de cualquier signo. Todo lo que hubiera para detener el comunismo. Cuando esos medios se mostraron insuficientes, optó por la acción directa, apoyándose en cualquiera de las facciones internas del país comprometidos. Si no era posible ganarse un aliado (o comprarlo), en algunos casos, optó por la acción directa.

Las guerras con aliados locales, las guerras sin aliados, las guerras civiles de cualquier tipo, auspiciadas por Estados Unidos (y también por la URRS y China, aunque con menos entusiasmo), transformaron esta zona de revoluciones en una zona de guerra, que contrastaba con la paz inalterada que se veía en el norte.

Entre 1945 y la fecha del colapso de los socialismos reales hubo más de cien guerras o conflictos militares de distintos tipos, que costaron la vida a 20 millones de seres humanos.

La política exterior de este gigante que no lograba asumir bien su papel se transformó en un problema por sí mismo, que resultaba grave para el mundo, pero también para los intereses de la propia potencia: este gigante errático estaba creando focos de inestabilidad que luego cobraban vida propia.

Eso quedó de manifiesto de manera muy visible en ciertas actuaciones que fueron determinantes para el curso de la historia en latinoamérica y en el medio oriente: el caso cubano, las acciones emprendidas en Irán a favor del Sha...

El contendor de Estados Unidos demostró, también, estar muy mal preparado para enfrentar su papel en el mundo como lider natural de la izquierda mundial.

La verdad es que la URRS hizo poco para aprovechar el potencial revolucionario del tercer mundo en beneficio de la ampliación de la zona comunista. Su postura frente a los movimientos de liberación y de cambio fue bastante decepcionante: los soviéticos no mostraron interés en ampliar la zona comunista luego de la incorporación de China al campo socialista.

Es cierto que los soviéticos miraban con simpatía las acciones revolucionarias llevadas adelante en el tercer mundo, casi siempre sin la participación de los partidos comunistas locales. Es cierto que en más de alguna ocasión esa simpatía se reflejó en el apoyo con armas, a veces con hombres (como sucedió, por ejemplo, durante la guerra civil en el Congo, donde se dio un apoyó franco al partido lumunbista). Pero la verdad es que la URRS no mostró tener gran fe en estas revoluciones tercermundistas, especialmente si se trataba de revoluciones africanas. ¡Es que en el tercer mundo las cosas tomaban un color y textura tan distintos!. Las luchas que se daban en esos parájes abandonados de la mano del señor eran luchas étnicas, en contra los intereses locales precapitalistas (relacionados, en más de algún caso, con los intereses imperialistas), mucho más que luchas directas contra el imperialismo capitalista. Allí la lucha de clases no significaba nada. Además la revolución no parecía augurar resultados políticos muy positivos para la lucha contra el capitalismo. En lugar de garantizar una transformación radical del mundo, estas acciones inorgánicas y un poco bárbaras solo parecían traer problemas, complicaciones para el escenario internacional, sólo parecía implicar gastos innecesarios de recursos que, al final, sólo podían perderse.

En esos países no habían partidos comunistas, ni partidos de vanguardia que los emularan. La lucha armada se enredaba con temáticas étnicas o territoriales, que nada tenían que ver con la revolución o el socialismo.
¿Cómo llegar al socialismo por esa vía? ¿cómo llegar a nada, en realidad?

Esta línea de acción no cambió ni durante el mandato de Krushev (1956-1964), cuando lograron afirmarse dos regímenes que se declaraban socialistas (Cuba en 1959 y Argelia en 1962), ni a mediados de la década de 1970, cuando se dio cierto apoyo a algunas revoluciones locales (especialmente en Africa).

Krushev (el menos indiferente de los gobernantes ante estos movimientos) había dado las razones para esta actitud: el capitalismo no se caería por la acción de estos aventureros tercermundistas, que animaban gobiernos muy inestables, sino debido al colapso del propio capitalismo (algo inevitable), contrastando con el éxito económico del socialismo.

Por este motivo, la linea oficial de los soviéticas era la moderación: no se avanzaría gracias a la revolución en el sur, sino gracias a la formación de amplios frentes populares, que aglutinaran tanto a las fuerzas marxistas como a todos los partidos o movimientos progresistas de los mismos burgueses.

La URRS, pues, dejó solos a los revolucionarios tercermundistas en su enfrentamiento contra Estados Unidos, el mundo del capitalismo. Todos esos fantasmas que espantaban los sueños de la izquierda antigua

El comunismo se propaga por el mundo pero muere el espíritu revolucionario

Los soviéticos ofrecieron al mundo una ‘receta’ bien efectiva, tanto en el plano político como en el económico. Eso quedó de manifiesto, al término de la Segunda Guerra mundial, cuando comenzó a difundirse el modelo por distintos rincones del mundo.

Hablemos de eso.

Recordemos: antes de 1945 se había asentado esa doctrina staliniana del “socialismo en un solo país”. Más que un asunto del trabajador del mundo, era una experiencia puramente soviética. Al término de la Segunda Guerra Mundial, la fórmula de socialismo que les he descrito, comenzó a prender en distintos rincones del mundo.

Esto, la expansión del comunismo, fue sin duda el hecho político más trascendente que conoció el mundo en el periodo que estamos estudiando en este curso (1945-1990).

Lo primero que hay que decir es que el comunismo no llegó a los demás países como lo había hecho con los rusos. Hubo otros caminos, distintas fases y matices importantes de considerar.

La primera posta de llegada del comunismo fue Europa Oriental.

En Europa Oriental las atrocidades de la guerra habían sido enormes. Destrucción, genocidio, movimientos de población sin precedentes. Pero todos estos sufrimientos colectivos no provocaron, sin embargo, el mismo efecto vivido en Europa al término de la primera Guerra Mundial. En ese entonces, el descalabro social y la muerte sembrada en todas partes, muerte obrera sobre todo, había creado el espacio para que se produjeran focos de descontento que fueron el caldo de cultivo para el estallido de una serie de estallidos revolucionarios espontáneos, que estuvieron a punto de cambiar el paisaje político de Europa. En 1945 la realidad fue muy distinta. Los pesares sufridos en Europa Oriental provocaron un repunte del comunismo, que ya no era un proyecto revolucionario (había sido burocratizado por Stalin), pero no hubo revoluciones proletarias espontáneas.... para que se asentara el comunismo, en lugar de revolución, lo decisivo fue el apoyo que dieron los soviéticos a los dirigentes comunistas locales.

El proceso de instalación de estados socialistas, dirigidos por partidos comunistas configurados según el patrón soviético (es decir, estalinista) comenzó a darse a partir del mismo momento en que las tropas soviéticas comenzaron la ocupación de Polonia, Hungría, Rumania, Bulgaria y Checoeslovaquia, luego de Yugoeslavia, Albania y una parte de Alemania. Esto no sucedió en 1945, sino un par de años antes.

Stalin no necesito de grandes movimientos de masas, de revoluciones, de ingeniería social, para dar el zarpazo. Dejó instalado en el territorio al ejército rojo. Los frágiles gobiernos de coalición formados por las elites locales fueron barridos y las sociedades fueron obligadas a ingresar al campo del socialismo real, sin ningún entusiasmo. Llegaron directo desde Moscú camionadas de nativos de esos países orientales, recién salidos de su adiestramiento moscovita. Burocratas disciplinados, dispuestos a ejecutar sin discusión alguna Moscú las decisiones de la Cominform o Agencia de Información Comunista (constituida por Stalin en 1947), dedicada a dirigir los PC de estos países satélites en Europa.

Esta acción de fuerza, ordenada por Stalin, contrariaba el acuerdo explícito al que se había llegado con las potencias occidentales. Pero no hubo reacciones firmes (no se habría necesitado mucho para detener a Stalin en ese momento). Esta omisión de reacción, fue tomada rápido como una aceptación, permitiendo que se consagrara este orden abusivo. Contra occidente. También contra la voluntad de los pueblos sojuzgados por los comunistas.

La aplicación de la receta stalinista no fue recibida con demasiado entusiasmo por la gente. Especialmente en el capítulo de las purgas. ¿Qué necesidad había de esa barbarie? Los partidos comunistas locales, sin embargo, tuvieron que organizar procesos públicos y tuvieron que cortar cabezas. En algunos casos (el polaco y el alemán), los comunistas locales lograron evitar ejecuciones de comunistas destacados. También debieron avanzar con todo lo otro, incluido en el paquete...

Los resultados de todo esto fueron dictaduras de partido único, que funcionaban con solvencia gracias a la coacción, más que por el valor que concedían los pueblos a estos proyectos. Esos regímenes autoritarios, que lograron construir sociedades relativamente igualitarias. Pero ya no ilusionaban, porque hacía rato que habían dejado de encarnar las banderas de la revolución.

¿Cómo era? ¿en qué se había concretado, por fin, el modelo soviético, cuando comenzó a ser aplicado en otras partes?

Podemos definirlo con bastante precisión histórica: Se trata de un sistema de organización económica y social basado en la propiedad y administración colectiva o estatal de los medios de producción y en la regulación por el Estado de las actividades económicas y sociales, y la distribución de los bienes. A través de esta forma de organizar la economía y la sociedad se busca algo muy concreto: el socialismo trata de erradicar las diferencias económicas entre los diversos estratos de la sociedad. Para imponer un modelo de sociedad más igualitaria (aunque no necesariamente más integrada) el Estado ultropoderoso que preside cada aspecto de la vida (no sólo los económicos) necesita un instrumento: el estado se encarna en una organización concreta (el partido comunista) que no tiene ningún contrapeso, que ejerce una implacable dictadura, siempre en coordinación con la cabeza de este bloque político, que se encuentra en Moscú.

En todas estas copias del modelo soviético, pues, terminamos encontrando, en grados variables, los mismos elementos (sino todos ellos, por lo menos algunos, en grados variables):

a) Sistemas políticos monopartidistas con estructuras de autoridad muy centralizadas (a veces dependientes de la voluntad de una sola persona), dependientes del poder central en Moscú.

b) Divinización de la personalidad de los dirigentes supremos.

c) Una verdad cultural e intelectual determinada por la autoridad política: no existen las libertades básicas de movimiento, de pensamiento, de opinión.

d) Purgas hacia dentro y hacia fuera del régimen.

e) Economías de planificación central, incluyen alguna versión de los planes quinquenales y de la (cuestionable) reforma agraria soviética.

Lo que destaca en este modelo son algunos elementos que ustedes seguro ya adviertiron. Se trata, en lo esencial, de dictaduras bastante coercitivas, que no se legimitan por su popularidad, sino por dos de sus grandes logros, que, veremos, resultan muy atractivos a los países subdesarrollados: su capacidad para generar sociedades más o menos igualitarias (los países del tercer mundo son odiosamente desiguales) y su notable capacidad para provocar procesos de desarrollo acelerado, en poquitos años.

El modelo particular de socialismo de los soviéticos aportó, hemos visto, el primer (único) camino no capitalista de desarrollo que conocimos en el siglo XX que lograba, de manera efectiva, atenuar las diferencias de clases, en sociedades en que esas diferencias eran graves. ¿Ofrecía el socialismo real la eliminación de todos los factores de desigualdad, por ejemplo los étnicos? Eso es imposible. Las diferencias no desaparecieron del todo en el campo socialista, habitado por realidades humanas tan misceláneas, pero se conformaron, sin embargo, mundos sociales mucho más parejos. Y lo más importante de todo, sociedades industrializadas...

El modelo soviético, al final, fue sobre todo una receta económica efectiva en el caso de los países a los que les iba muy mal.

Esto quedó muy claro luego de la experiencia de aplicación en Europa oriental.

El éxito de los nuevos regímenes comunistas era difícil de negar para nadie. Los planes quinquenales permitieron que países agricolas muy atrasados como los de Europa oriental comenzaran a industrializarse muy aceleradamente. A todos ellos les fue relativamente bien en ese ámbito, a costos sociales enormes (la promesa de una vida mejor, bajo el socialismo, quedó relegada para un futuro remoto). Pero en una escala macro, más allá de lo que pudieron vivir y sufrir los protagonistas, el status de estos países fue mucho mejor luego de la arrasadera estalinista, de lo que estaba antes. A todos menos al único país con una economía más o menos moderna: el balance de Alemania oriental era el único realmente negativo.

¿Cuál era la conclusión? Simple. El modelo soviético servía más en los países atrasados que en los avanzados. Les aportaba, junto con factores de igualdad de efectividad a veces discutible, un programa apurado que permitía llevar al desarrollo, en una década y algo más, en sociedades agrícolas precarias.

Por ese motivo la opción soviética de socialismo resultó tan atractiva en el tercer mundo, en la etapa que se abre a partir de 1945.

Pero no se trataba de realizar una copia perfecta, sino de tomar ciertos aspectos del estalinismo que funcionaban, como apoyo a proyectos de liberación mucho más amplios, mucho más libres, más diversos en sus alcances y propósitos, a veces completamente distintos de los que inspiraron a los rusos o a los yugoeslavos (p. ej., de liberación de la tutela de las potencias colonialistas). Esas adaptaciones no sólo estaban muy lejos de los contenidos políticos que eran inherentes a un modelo (cuya sustancia era resultado de la historia muy propia de los rusos). Eran infieles también por otro motivo, acaso más importante.

Había algo que ya no era posible copiar: la vocación revolucionaria.

Los socialismos reales demostraron ser muy poco revolucionarios, si se entiende como revolucionario intención de profundizar los cambios, buscando nuevos caminos en la construcción del socialismo, usando como motor las energías transformadoras de movimientos de masas auténticos.

Es importante remarcar este punto.

El ejército rojo trajo el comunismo a Europa, no la revolución. El socialismo auténtico, que quería construir por etapas, avanzando siempre hacia futuros mejores, hasta llegar a la comunidad perfecta (la del comunismo), fracasó en lograr incendiar el mundo capitalista. No se propagó allí, en el corazón del primer mundo, como predijera Marx. Tampoco logró revivir, como revolución que profundiza una herencia socialista, en el segundo mundo, que hemos comentado. Al principio devino en un aislado proyecto que se daba en un solo país europeo, una verdadera monarquía no hereditaria, cuyo rasgo más sobresaliente eran sus políticas de centralización política, económica y cultural. Al término de la Segunda Guerra se proyectó el socialismo soviético hacia Europa. Pero ya no se trataba de una piedra caliente, no se trataba de revolución verdadera, sino del remedo de un proyecto que ya estaba focilizado.

No se innovó en nada. Sólo se hizo réplicas a escala de la ortodoxia estalinista.

En realidad la revolución desapareció en el norte del mundo como posibilidad, como perspectiva, como cualquier cosa. Allí las políticas de cambio se congelaron. En el mundo socialista ya nadie pensó en profundizar la revolución, en seguir impulsando el proyecto socialista, explorando otras posibilidades, distintas a las imaginadas por Stalin. Lo que se dio fueron burocracias sumamente conservadoras, que repetían sin mucha novedad esas recetas que los soviéticos habían creado hace tanto tiempo.

Ya no había interés en las novedades, solo en la sobreviviencia. Porque luego de la muerte de Stalin el edificio el socialismo comenzó a vivir un largo marasmo político, del cual no logró salir nunca. El edificio de los socialistas reales comenzó a mostrar numerosas fisuras. Tantas que los dirigentes de los PC en la URRS y de la Cominform no tenían tiempo, ni recursos, ni capacidad para pensar en otra cosa que apuntalar las estructuras con parches precarios que impidieran que todo se viniera al suelo (luego vuelvo sobre el tema de la crisis final de los socialismos reales).

Para los soviéticos el asunto del socialismo parecía políticamente resuelto: habían logrado poner un pie fuerte en esa Europa que servía como colchón-protector para el ruso, habían logrado crear un mundo propio, en la parte de arriba del orbe.

Las bombas nucleares hicieron el resto. Cuando los soviéticos pudieron contar con armas de destrucción masiva, su ecosistema político pareció completamente seguro. En 1955 pudieron luego formar un pacto defensivo conveniente y eficiente (el pacto de Varsovia), que les aseguraba la paz con occidente. Ya no había amenazas reales para la URRS en sus dominios. Era posible, pues, cerrar ese mundo tranquilo con una pesada “cortina de hierro” que se encargaría de mantener el campo socialista bajo perfecto resguardo.

Es cierto que muchos advertían la necesidad de introducir cambios en el régimen, para asegurar que pudiera seguir funcionando en el nuevo escenario que planteaba un mundo mucho más complejo, que exigía adaptaciones y actualizaciones constantes. Es cierto, por lo mismo, que surgieron corrientes minoritarias dentro del régimen, que abogaban por la realización de ciertos cambios. Pero estos cambios no buscaban ni profundizar el socialismo ni modificar un ápice la creación de Stalin: buscaban solamente hacer lo necesario para asegurar su prolongación, acaso para la eternidad....

Por lo demás, incluso estos conservadores, disfrazados de reformistas, tenía poco que hacer. Mientras siguió viva esa elite de burócratas formada por Stalin, no fue posible mover una hoja dentro del sistema. Hubo que esperar a que desapareciera el último gran lider estalinista para que Gorvachov retomara, en el nombre de las nuevas generaciones de comunistas, ese espíritu transformador del principio (cuando, por otra parte, ya era muy tarde).

¿Para que agregar nuevos comensales a la mesa del socialismo real (un tipo de régimen que ya estaba para pieza de museo)?

La revolución China, que llevó al poder al PC local, siguiendo un camino revolucionario propio (en el que nada tuvieron que ver los soviéticos) los sacó de esa política por un tiempo. No podían permitir que esta gran nación-continente se le escapara. Sobretodo luego de que China provocara una guerra en la vecina Corea, que dejó a los soviéticos enredados en un asunto desagradable, con los estadounidenses. Lo mismo pasó más adelante, en forma espaciada, con Cuba (1959), con Argelia (1962). Pero ya sin esa conviccion troskysta que quería mundializar la revolución. Lo cierto es que a la URRS, más allá de estos casos aislados, parecía no importarle mucho lo que pasara con los revolucionarios del resto del mundo.

En otra nota vuelvo sobre esto. Lo importante, para esta parte de mi argumento, es asentar la idea siguiente: el proyecto de socialismo, a la soviética, parecía haber concluido del todo. Por lo menos para los rusos.

Pero ¿para el resto?

Para el resto la revolución seguía despertando grandes ilusiones. En los años sucesivos se fueron agregando nuevos invitados al “campo socialista”. Pero vinieron de más al sur. Sin que tuvieran mucho que ver los soviéticos. Allí, en ese rincón acaso mucho más impensado que en la Europa atrasada, la revolución tomó más fuerza que nunca. La llamarada del cambio prendió como nunca coloreando de rojo un tercio del mundo. Un rojo de revolución.

Estos nuevos socios del club comunista no necesitaron la ayuda del ejército rojo, como los de Europa oriental. Les bastaron sus convicciones. Allí el socialismo era una bandera propia. Allí si se creía, como en ninguna parte, en la urgencia de inventar caminos propios para asaltar los estados: allí si se creía en la revolución, como no lo había hecho ningún europeo (desde luego más que esa minoría infima de bolcheviques que había sembrado el primer socialismo); allí espíritu revolucionario era fresco y permitía soñar nuevos caminos para iniciar la transición al socialismo; como el “socialismo con empanadas y vino tinto” de Allende: cualquier camino menos la receta tan burguesa, de los prudentes soviéticos, con su prudente ejército regular (comprometido en esa prudente Guerra Fría, cuyo único objetivo era mantener la estabilidad en el mundo, mucho más que sembrar el cambio revolucionario).

Un modelo para imitar

Stalin no logró convertir a la URRS en un país plenamente socialista, a la manera en que lo soñaran Marx o el mismo Lenin, pero si logró transformarla en una economía centralizada y planificada que fue capaz de industrializar un país subdesarrollado, generando un patrón de modernización disparejo, pero bastante efectivo. ¿Una traición al espíritu de la revolución? En alguna medida si, en otra no. Los caminos enredados de Lenin y Stalin, no dejaron sembrado ese paraíso indeterminado soñado por Marx, pero ayudaron a algunas de las aspiraciones del socialismo inicial.

Hablemos de eso.

En 1928 Stalin lanzó el primer plan quinquenal. Los argumentos eran claros:

“Estamos [decía] a 50 o 100 años atrás de los países avanzados. Tenemos que salvar esta distancia en 10 años. O lo hacemos a nos aniquilarán”.

Para acortar distancias se necesitaba una medicina mucho más radical que la prescrita por Lenin. El problema de la Nueva Política Económica era claro. Lenin había tratado de desarrollar el país con un sistema mixto, que reconocía un papel importante a la empresa privada. La NEP había permitido sacar a la economía del hoyo en que había quedado, luego de la guerra. Pero la recuperación era muy lenta. Hacia 1926-27, hemos visto, recién se había recuperado el nivel que tenía la industria en el año de 1913.

La NEP no solamente estaban dando lugar una perfomance económica mediocre, que se mostraba incapaz de aliviar al país de la enfermedad grave del subdesarrollo. Había permitido, a su vez, que se desarrollara una pujante clase media de propietarios agricolas –los llamados kulaks–, junto con un incipiente sector de empresarios urbanos, que estaban aprovechando las mejores ventajas del capitalismo para forjar riquezas dentro de un régimen socialista. Esto era impresentable para los miembros de la elite política que dirigía el proceso y para sectores amplios de la sociedad.

El asunto económico no era trivial. Stalin temía, con razones, que los occidentales, temerosos por la revolución, volvieran a asaltar Rusia, como durante la Primera Guerra. Y no se equivocó. En junio de 1941 se produjo una asalto masivo. La URRS pudo detener a los alemanes, pudo ganar la victoria, y pudo mantenerse... algo había cambiado por obra de Stalin.

Se necesitaba una economía solvente, para enfrentar esta coyuntura.

Stalin decidió dejar de lado todo lo del socialismo, y se aplicó completamente a la tarea de parar un plan económico sustentado en dos pilares: provocar una industrialización acelerada del país y promover la colectivización de la agricultura.

Durante la década y media que siguió a su determinación obligó a los habitantes de la antigua Rusia a participar en el esfuerzo económico más grande y sacrificado en el que haya participado alguna nación en la historia de Europa.

El pilar de esta política era la industrialización.

Los planes buscaban lograr la industrialización en un país subdesarrollado, en tiempo record. Había que partir, primero, por proveer al país de una industria pesada. Acero, electricidad, etc. Para hacerlo había se propuso como receta la total eliminación de los privados de la economía. El estado se encargaría de centralizar todas las tareas económicas.

Pero ¿cómo avanzar a la centralización de la economía?

La verdad es que los bolcheviques no tenían la menor idea de lo que harían con el estado una vez que lo capturaran (antes de que ese estado desapareciera, por obra de arte y magia). La ideología oficial del régimen tampoco proporcionaba un gran alivio a la ansiedad de lo desconocido. ¿Qué ofrecía el marxismo a la elite dirigente? Instrumentos teóricos que permitía hacer análisis fenomenal de la sociedad existente (del capitalismo), una buena teoría de la historia, pero nada concreto sobre el tipo de organización económica que debería aplicarse una vez que fuera destruida la sociedad burguesa.

Había algunas luces en la obra tardía de Engels. Engels nos había hecho ver que el principio despiadado de la libre competencia, que hace tanto daño al hombre, funcionaba siempre puertas afuera en el capitalismo, porque la competencia real se plantea siempre entre las empresas, pero no dentro de las empresas. ¿Qué pasa cuando un franquea la puerta de una fábrica o una institución cualquiera?. Allí lo que hay son distintos departamentos. Estos departamentos colaboran entre sí, bajo la conducción de una instancia central (la gerencia general, apoyada por el departamento de estudios). Cooperación, no competencia. Y eso funciona muy bien para las empresa. ¿Por qué no para los países? ¿cómo sería una economía nacional que funcionara como los hacen estas empresas? Una economía regida por un mismo dueño, el estado, bajo una dirección unificada, que planificara las metas de cada cual. Una economía en que sólo hubiera ‘departamentos’ que no compiten entre sí, guiados por sus intereses particulares, sino colaboran al logro de los mismos objetivos trascendentes que fija el interés superior, plasmados en planes.

Stalin puso a funcionar esta intención. El modelo era bien sencillo. Se creó un organismo, la Gosplan, que decidía sobre la bases de criterios técnicos los bienes o servicios que debían producirse cada mes, cada año. Este organismo técnico determinaba, además de la cantidad, la calidad de cada producto. Fijaba todo, unidad por unidad, sin tomar en cuenta las variables monetarias: a diferencia de las economías capitalista en que se programa en base a valores monetarios, en esta economía se planificaba en unidades de los distintos productos. Los planes decidían qué productos, cuántos de ellos. Fijaba también a qué precios debían venderse cada producto. No solo eso. También decidía para qué especialidades debían prepararse los trabajadores, cuántos profesionales debían ser preparados por las universidades, en cada profesión o actividad. Decidía junto con todo lo de la producción de factores, la manera en que se debían distribuir: a qué empresas se mandaba acero, se le daba electricidad, qué empresa debía ser creada, dónde. La Gosplan se encargaba de hacer acoples extraordinarios: por ejemplo, que las empresas que hacían ruedas de autos, produjeran tantas idems como necesitaban las fábricas de autos (cosa realmente difícil de hacer cuándo el asunto lo zanjan millares de burócratas, que usan la regla y las tablas arisméticas, para abordar algo que los mercados libres arreglan sin el menor problema, a través de los precios).

Para cumplir esas metas nacionales de producción, pues, era necesario bajar a un nivel de detalles exquisitos. Cada fábrica o unidad, en cualquiera esfera o nivel, recibía del organismo central metas parciales. Estas metas eran levantadas a partir de los inputs que enviaban a los planificadores centrales los centros de estudios de cada unidad.

Pero, ¿cómo garantizar el cumplimiento de estas metas?

En las economías de mercado los empresarios aumentan o disminuyen la producción en función de las señales del mercado. Se aumenta la producción cuando hay la expectativa de ganar más dinero (disminuye cuándo sucede lo contrario). En las economías de mercado, pues, el único estímulo que se necesita para que uno produzca más es el lucro, pero aquí no existe esa expectativa. ¿Qué señal siguen los directores de las fábricas en un sistema en que no existe un estímulo monetario? Stalin tuvo que inventar otro mecanismo: se usó el aparato de propaganda y efectivos mecanismos de coherción para transformar a los directores de industrias o servicios y a sus trabajadores o profesionales, en un batallón ultradisciplinado, al que se hacía sentir que al cumplir con las las metas se estaba ayudando patrióticamente a la construcción del socialismo Estas señales estuvieron en manos de los expertos en propaganda del régimen. El modelo que ellos potenciaban era el del trabajador sufrido, dispuesto a hacer cualquier sacrificio, en pos de la revolución.

El aparato de propaganda del régimen exaltaba las maravillas que lograban las industrias soviéticas. La opinión pública celebraba cada avance logrado por las industrias, celebraba como un hecho patriótico el que las empresas cumplieran sus metas. Esta información iba a los diarios. La gente celebraba estas victorias como nosotros gozamos los triunfos tenísticos de Gonzalez.... el incumplimiento de las metas, por otra parte, era causa de profundo desprestigio. No era cosa de fallar. El director que no lograba cumplir, dentro de la retórica del régimen, era un paria. Su fracaso equivalía, de alguna manera, a conspirar contra la revolución. El costo de esta conspiración podía ser más alto o más bajo. El directivo se se podía quedar sin trabajo. Pero el fracaso era algo serio, también podía ser arrestado y hasta podía ser fusilado (bajo el cargo grave del “sabotaje”).

Los trabajadores soviéticos se exigieron hasta el límite de sus fuerzas, incluso más allá de eso. Tuvieron un modelo ejemplar (en realidad, varios, largamente difundidos por la prensa oficial). Se trataba del legendario Stakahanov, que había logrado extraer más de 100 toneladas en un solo día de la mina, en circunstancia de que el mejor trabajador europeo apenas lograba superar las 10 toneladas.

Su sufrido esfuerzo, el sacrificio de una generación completa de obreros y campesinos era algo completamente necesario: el costo obligado del 'milagro económico' de los soviéticos.

Fue ese sacrificio enorme, precisamente, llevado adelante por las primeras generaciones post-revolución (similar, por ejemplo, al de los colonos que formaron la Villa Baviera en Chile), en que permitió a que la antigua Rusia se levantara como un gran poder mundial.

El ritmo de crecimiento de la economía, en los quince años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, superaron los resultados de todas las economías del mundo, salvo la japonesa. Luego de quince años de crecimiento acelerado hacían augurar un futuro muy promisorio para el socialismo real de los soviéticos: el modelo de planificación central parecía estar derrotando al capitalismo; parecía como si en un horizonte de tiempo muy corto los países del bloque comunista fueran a alcanzar a las naciones occidentales.

La antigua Rusia logró transformarse en una gran potencia industrial de alcance mundial.

En 1913 Rusia aportaba un 6% del PGB del mundo y el 3,6% de la producción industrial (con un 9,4% de la población mundial). Cuando por fin los europeos tomaron la decisión de asaltar la URSS (cosa que los soviéticos esperaban largamente), la economía ya se veía muy firme. Stalin, previsor, había instalado la nueva industria pesada en la parte asiática de la URRS, detrás de los urales, para dejar una buena distancia frente a cualquier invasor. La industrialización, por primera vez, alcanzaba esa zona fronteriza de Europa. Hacia 1939 la URRS se había convertido en toda una potencia industrial, colocándose como la tercera economía del mundo, luego de Estados Unidos y Alemania (desplazando de ese lugar a Gran Bretaña).

El ascenso de esta potencia industrial continuó. En 1986, la última década en la existencia del bloque, la URRS generaba el 14% del PGB mundial y aportaba un 14,6% de la producción industrial.

Estas mejoras se reflejaban en la posición relativa de la URRS en relación a su gran contendor. En 1950 el PNB soviético era sólo un 30% del norteamericano. En 1975 se acercaba al 75%. Parecía como si fuera posible pensar en un emparejamiento, acaso en una superación....

La industrializacion le había dado los recursos para convertirse en una superpotencia, capaz de solventar los gastos que demandó el sofisticado aparato defensivo, la carrera espacial.....

¿Socialismo? Existen dudas razonables acerca de si una economía planificada o dirigida es algo específicamente socialista. Pero el tema tiene muchos bemoles. Uno puede aducir que las soluciones de Stalin, que no son específicamente socialistas, si lo conllevaron, de alguna forma, en alguna medida.

Dos o tres comentarios sobre eso.

En cierta forma las economías planificadas si llevaron al socialismo, por sus propios caminos intrincados. No se trataba, por cierto, de ese socialismo soñado por los pensadores que conformaron esta matriz de ideas de liberación en el siglo XIX (de los cuales les hablé largo y tendido), ni del socialismo por el cual habían luchado Lenin, Trotsky y tantos otros de la primera fila de la revolución. Pero se trataba, sin embargo, de aproximarse a los resultados que esos modelos teóricos y esos sueños buscaban, por un camino raro, que todos esos primeros luchadores y revolucionarios habrían rechazado. Algo de todas maneras valioso, porque pese a no ser ideal, era muy real.....

La centralización económica y política de los comunistas, dentro de un extraño régimen de dictadura de partido único, permitió que surgiera una sociedad muy igualitaria. Muchos de los males de las economías capitalistas desaparecieron. En la URRS no había ciclos de prosperidad y depresión, como en occidente (no los hubo, por lo menos hasta la década de 1970, cuando los soviéticos comenzaron a sufrir impensadamente los efectos de la globalización, luego de que estallara esa crisis primera del petróleo que los terminó arrastrando a una crisis económica de proyecciones insospechadas). Tampoco había, por lo mismo, coyunturas de desempleo. El ingreso de cada habitante de la URRS estaba asegurado. Lo mismo que la vivienda, la salud, la educación. Nada muy glorioso, pero un mínimo suficiente para vivir con cierta dignidad. Los abusos contra niños, mujeres o grupos especiales de personas casi desaparecieron. Es cierto que había una minoría de gente muy rica, fundamentalmente gente próxima al PCUS, que había diferencias de ingreso (los funcionarios del régimen, los directores de las empresas, los ingenieros, los intelectuales y artistas regalones) pero nada comparable a lo que se veía en occidente.

La URRS, pues, había logrado, por este camino extraño, cumplir con su propuesta inicial: ofrecer al mundo el primer modelo de desarrollo que no dependiera de la despiadada libre competencia capitalista, un modelo que no lograba la libertad y la plena integración social, pero si una dosis bien avanzada de igualdad. Un modelo que había permitido industrializar en forma muy acelerada una nación subdesarrollada, generando una modernización dispareja, sin duda incompleta, pero modernización.

Este modelo ofrecía una verdadera alternativa al capitalismo. Esta fórmula, sin embargo, no podía resultar atractiva para las democracias occidentales (capitalistas), que iniciaron una etapa de expansión en la segunda mitad del siglo XX: vivieron un tipo de modernización, más plena, más armónica, por más que estuviera expuesta a vaivenes, que resultaba mucho más conveniente que la formula dispareja de los soviéticos (más mediocre en los resultados, porque sólo parecía caminar en el ámbito de lo industrial, pero no en el de la innovación, no en muchos sectores, además sustentada en el autoritarismo y en la supresión de los valores individuales, que eran parte esencial del ADN cultural en occidente). ¿De qué les servía a ellas un modelo de desarrollo que parecía tan ajustado a las características de las naciones subdesarrolladas?

Para los otros, aquellos cuyas realidades eran tan similares a las de la Rusia primitiva, el modelo si servía. Fueron ellos, habitantes del tercer mundo no industrializado, los que vieron en el socialismo real una alternativa fascinante. En otra nota de este blog profundizo esta materia.

martes, junio 19, 2007

El gigante se duerme

La llama de la revolución comenzó a apagarse cuando Stalin impuso, más allá de cualquier duda, la noción de “socialismo en un solo estado”, contra la línea de Trotsky. La posibilidad de que se propagara una auténtica revolución proletaria en la Europa industrializada, viva a principios de la década de 1920, comenzó a apagarse con el correr de los años. El régimen, dominado por Stalin, comenzó replegarse sobre sí mismo. Aislado completamente de Europa, separado por una serie de naciones intermedias que conformaban una especie de “cordón sanitario”, se volvió la espalda a occidente y se comenzó a mostrar un interés creciente en Asia, preludio de la expansión que tendrá lugar hacia el tercer mundo. La URRS no tuvo, a partir de entonces, nuevas aventuras revolucionarias, salvo una incursión infructuosa de Stalin en China, que asustó a mucho de los primeros revolucionarios (que vieron en estas acciones de Stalin el peligro de querer retroceder al pasado, instalando un nuevo tipo de “despotismo oriental”, como el de Genghis Khan).

¿Quién podía oponerse a esa voluntad? Trotsky, sin dudas. Pero luego del juicio político que lo apartó del poder y lo llevó al exilio, había poco que esperar del empuje de este revolucionario perpetuo. Luego de su asesinato, en 1940, esa posibilidad dejó de existir incluso como sueño.

La dictadura del proletariado se convirtió en la dictadura de un partido único, encabezada por un lider mesiánico (una versión corregida, mejorada y aumentada de Genghis Khan). Se prohibió toda expresión de voluntad, incluida la voluntad revolucionaria. El partido, que representaba al pueblo, comenzó a actuar como su delegado directo, sin tomar en cuenta sus pulsos, tomando decisiones que iban a contrapelo de sus intereses.

Extraña cosa.

Los primeros en percibir este cambio fueron los propios revolucionarios, que terminaron corriendo la misma suerte del malhadado Trotsky. De a poco el régimen se fue convirtiendo en una en una especie de monarquía no hereditaria, similar a la que se impondrá en Corea del norte y en Cuba, que se sustentaba, más que en la fidelidad marxista, en la legimitimidad que permite la administración política del terror.

Pero por bruta y decidida que fuera su voluntad (cerca de un 10% de los habitantes de la URRS dejó enredada la vida por por razones directa o indirectamente políticas), Stalin no logró instaurar un régimen totalitario.

Los sistemas totalitarios se parecen a lo que nos muestra Orwel en su novela 1984. Allí hay un “Gran Hermano” (o sea Stalin) que ejerce un control total sobre los movimientos y las acciones de las personas, a la vez que logra controlar sus pensamientos, mediante la propaganda y la educación.

La verdad es que toda la violencia empleada (incluida la violencia soterrada que conlleva la propaganda) no logró convertir a los rusos en buenos marxistas.

Durante su mandato, la sofisticada filosofía hegeliana de Marx se transformó e un catecismo simple, dogmático, que el pueblo debía repetir en forma mecánica, sin adulterar una coma. ¿Quién se iba a atrever a revisar el dogma del tirano? Pero el pensamiento de los súbditos de este rey sin corona nunca pudieron ser controlados. Lo que pasó fue otra: millones de hombres y mujeres se aprendieron de memoria los mandamientos del régimen, pero fueron pocos los que lograron comprender su sentido profundo.

Hay datos muy elocuentes, que proceden de una de las obras de Hobsbawm. En los 80’s se hizo una encuesta en Budapest (Hungría). La pregunta era muy simple: ¿quién es Carlos Marx?. Aunque los interrogados habían sido edudados en forma sistemática como buenos marxistas, algunos no sabían si estaba vivo o muerto Marx, si era un filósofo o un político, algunos pensaban que era un simple traductor de las obras de Lenin....

Los ciudadanos de este mundo tan controlado no absorbieron realmente la doctrina. Tampoco se mantuvieron como un pueblo revolucionario. Las sucesivas dictaduras de partido único opacaron al pueblo, doblegando sus aspiraciones, aplanando sus intereses. Luego de algunas décadas de eso, lo que pasó es que los sentimientos, las ideas, las aspiraciones políticas se fueron apagando. Surgió de allí una muchedumbre apática, completamente despolitizada, que funcionaba completamente al márgen de los circuitos del poder. En ese mundo social completamente despolitizado y desmovilizadolos tópicos clásicos del proyecto socialista importaban bien poco.

Lo que les pasaba a las personas también les sucedió a los burócratas que formaban parte del PCUS. Esos antiguos líderes de la revolución que se ganaron el control del aparato estatal, pronto se acostumbraron a esta función. Se volvieron funcionarios públicos, celosos de sus prebendas, sin interés por opinar de nada que no tuviera efectos sobres sus vidas prácticas.... ya no eran esos antiguos soldados de la revolución proletaria, impulsores del cambio radical, ya no eran parte de una elite transformadora, guerrillera universal, sino una casta de burócratas que se apoltronaron dentro del estado, sin moverse, hasta la caída del muro: ya no eran una elite transformadora, guerrillera universal, sino una casta mandatada para defender la continuidad y el status quo (ojo que esta burocracia conservadora es nueva: Stalin liquidó a todos los primeros revolucionarios).

De ese marxismo arrasador que comentamos clases atrás estaba quedando muy poco. Ya no se discute, ya no se proyecta. ¿Muerte total para el espíritu crítico, que busca la transformación?. Luego de la muerte de Stalin, en 1953, hay signos de que sobreviven residuos del espíritu transformador. ¿Dónde? Hay elite muy pequeña, conformada por intelectuales y por miembros del propio PCUS, que abogan por una profunda reforma del sistema. Son conscientes de la ineficiencia de la política agraria seguida desde fines de los 20’s, de la alta dosis de corrupción que hace esteril la política y que restringe el operar de las empresas. Advierten la urgencia la necesidad introducir otros procesos en las empresas, de aceptar la introducción de algunos principios de mercado que aseguren su competividad. Saben que es urgente abrir el sistema, permitiendo que se cuelen algunos aires de libertad, garantizando un mínimo acceso de la ciudadanía a la información, alentando, además, la innovación tecnológica, artística.

El proyecto de Lenin y Stalin parece haber colapsado. Es perentorio levantar a este gigante que empieza a evidenciar flaquezas que occidente no logra advertir. Para lograrlo se necesita una reforma interna profunda, empujada por el propio partido, podría retardar el desenlace (o evitarlo). Las mentes más críticas lo perciben con nitidez. Advierten, también, que los ajustes tienen que comenzar cuánto antes. Si se deja pasar el tiempo, el enfermo se va a agravar. La medicina de los cambios se va a convertir, ella misma, en enfermedad que puede desfundamentar al régimen. Pero la reforma no logra avanzar mucho. La maquinaria del régimen es pesada, y todo conato de cambio es muy pronto bloquedo por los burócratas.

Los críticos miran esta parsimonia con desesperación. Pero no hay mucho que hacer.

Discrepancias, discusión, proyectos alternativos. Todo bulle dentro del régimen.

Pero estas discrepancias no eran visibles para nosotros. Sólo nos dimos cuenta de que el mundo soviético había dejado de ser monolítico en los 80’s, cuando comenzó a imponerse la Glasnost y poco después vino el colapso total.